jueves, septiembre 17, 2009

Gente que he conocido

El Capitán




Llegué una mañana a la vieja casona del Programa Andrés en Villa Adelina, la casa fundacional, la de la calle Las Calandrias y la avenida Ader, y ahí estaba el Capitán, durmiendo acurrucado en el piso entre dos cuchetas y sobre una frazada. Había llegado a la madrugada y los pibes que vivían en la casa le dieron asilo. Yo estaba acostumbrado a cuestiones de ese tipo, era uno de los tres directores y estaba entrenado para resolver imprevistos aun mucho más complejos. Lo desperté zamarreándolo suavemente para preguntarle quién era y qué le pasaba—buenos días—me dijo—soy fulano de tal, Capitán del Ejército Argentino. Lo dijo con voz grave y seca, y la verdad, yo esperaba cualquier chamuyo menos ese. Le contesté—bueno, Capitán, levantáte y vamos a desayunar, después hablamos. Tendría unos treinta años, era retacón, llevaba el pelo bien corto y bigotes gruesos, es decir, daba el target, pero no le creí. No sé, intuición, pero no le creí. Ya con el café con leche y entre las miradas escépticas y burlonas de los demás pibes que estaban en la casa tratando de rehabilitarse de su adicción a las drogas,—serían en total unos veinte, además de Kike y yo que éramos los coordinadores—largó el primer cuento: que era paracaidista y en un salto conjunto fallido, su compañero y mejor amigo había muerto estrellado. Subrayó detalles, y la consecuencia fatal del final la narró con emoción y dolor. Lo escuchamos mientras untábamos la manteca y revolvíamos las tazas, sin emoción, con curiosidad; de entrada nomás, ninguno de nosotros le creyó. Fue su primer delirio. Y no lo digo en sentido técnico, empleo el término según el uso callejero. El Capitán nos estaba delirando, chamuyando, bah. Cuando supo que no podía quedarse, que había una suma de requisitos a cumplir, como ser entrevistas previas, deseo genuino de cortarla con la falopa, aprobación del grupo y otras, es decir, que no era llegar a la madrugada y echarse a dormir y listo, escenificó una crisis: se tiró al piso, pataleó, gritó, nos amenazó con volver con el cuerpo de paracaidistas, nos trató de desalmados y finalizó puteando que si no lo aceptábamos inmediatamente se suicidaría allí mismo. Le contestamos que lo esperábamos tal día a tal hora para empezar el proceso de admisión, que queríamos ayudarlo a zafar de las drogas pero que ahí y entonces no podría quedarse. Insistió con lo del suicidio y con lo de nuestra crueldad, hasta que le sugerimos que se suicidara pero de la vereda para allá, adentro de la casa, no. Bajo su mirada desafiante lo enfilamos para la puerta y ya en la vereda, salió enojadísimo y a paso decidido rumbo a la esquina de la avenida Ader. Cerramos. Continuamos con nuestra tarea del día. A los diez minutos el tipo de la Gomería de la vuelta tocó timbre para decirnos—che, ahí en la avenida hay tirado sobre el asfalto uno que seguro es de ustedes. Al asomarnos lo vimos. El Capitán se había acostado en el cemento de Ader con los brazos y las piernas bien estirados, tanto, que parecía una enorme equis interrumpiendo el denso tráfico. Los colectivos y los autos le pasaban al lado despacito hasta que los de una camioneta se conmovieron y pararon, trataron de reanimarlo y finalmente desistieron cargándolo atrás en la caja y se lo llevaron. Corrí para tirarle el bolso que había dejado en el porche de nuestra casa mientras la camioneta arrancaba, por un tiempo no supimos nada de él. Algunas semanas después, tras una atención primaria en la guardia de un hospital de la zona y una temporadita en el Borda, apareció de vuelta, esta vez cumplió con los requisitos e ingresó en el proceso de recuperación. Siguió sosteniendo, pese a todo, ya medio en serio medio en broma, su paracaidismo y su capitanía, tanto, que como Capitán y a cuenta del Ejército, en una florería del barrio compró una inmensa ofrenda floral de regalo a un compañero que se casaba. Días después del casorio debí explicarle el significado del término mitómano al desasosegado florista que pretendía cobrar la factura. El pobre hombre saltaba de la bronca al escucharme que no teníamos ni cerca el dinero para pagarle tremenda ofrenda, sólo pudimos devolverle la canasta de mimbre y un montón de flores marchitas. Otra vez leímos, entre azorados y divertidos, la nota de tapa que le hizo el diario Clarín al Capitán Paracaidista que estaba recuperándose de su adicción producto de un estrés postraumático derivado de la muerte de su amigo y compañero. El Capi, con foto y todo, contaba la consabida fatalidad y vertía elogios a Kike y a mí por nuestra abnegada labor en el Programa Andrés. Leímos la nota en el desayuno con el Capitán mirándonos fijo, y no sabíamos si reír o llorar. Optamos por reír. Pero, entre las muchas—muchas de verdad—anécdotas del Capitán, una, creo, se destaca por sobre todas. Un fin de año, hacia la primera parte de la década del ochenta, nos fuimos todos a Villa Gessell de campamento, seríamos unos cincuenta pibes de las varias casas del Programa Andrés de entonces. Paramos en un camping del boulevard del fondo y la 112 bis, y al llegar, advertimos que no contábamos con una olla lo suficientemente grande como para cocinar para tantos. Entonces el Capi dijo—enseguida vengo. Se fue acompañado con otro pibe hasta la comisaría de Gessell, se presentó como Capitán del Ejército y solicitó imperativamente el uso del teléfono. Los dos policías que atendían le dieron rápidamente el aparato. El diálogo fue el siguiente: Hola, mi Coronel. Acá el Capitán Fulano. Le estoy hablando de la comisaría de Villa Gessell, sí, sí, mi Coronel. Hemos llegado con toda la delegación sin novedad. Pero tenemos un inconveniente, sí, sí, mi Coronel, precisamos una olla de campaña, sí, sí, ah, ¿usted dice acá en la comisaría?, cómo no, mi Coronel, bien, procedo entonces, mi Coronel. Ordene Señor, perfecto, y cortó el teléfono ante la atenta mirada de los dos policías que jamás imaginaron que del otro lado de la línea no había nadie escuchando, mucho menos un Coronel. A paso siguiente y con la misma postura, les explicó a los policías que estaba al mando de un grupo de paracaidistas que venían a realizar una serie de saltos de exhibición sobre la costa el fin de semana próximo, y precisaba una olla grande de campaña para hacer la comida de la delegación. Un par de horas después, llegó al camping un patrullero preguntando por el Capitán: venían con el baúl semi abierto pues la inmensa olla que cargaban no permitía cerrarlo del todo. No sé qué será hoy de la vida del Capitán, paso mucho tiempo, unos veinticinco años, me fui del Programa Andrés en el año 1986, y lo único que puedo decir es que todo esto que he narrado realmente sucedió.

No hay comentarios:

Publicar un comentario