domingo, agosto 30, 2009

Sueñitos: una utopía

Sueñitos comporta una suma intensa de alegrías que—en mi parecer—, exceden su razón de ser como jardín maternal inserto en un barrio de extrema pobreza. Me refiero, por ejemplo—y por cierto, con mucha alegría—a Sueñitos como otro signo que permite la constatación de que las utopías no son, ni mucho menos, aquello irrealizable ni el sitio abstracto e idealizado al cual nos es vedado acceder. Erran quienes piensan de tal modo, pues utopía es ciertamente lo que aun no hemos realizado. Ocurre que se nos ha dicho, en nombre y a favor de las aritméticas adueñadas del mundo, que las eutopías no existen, que sólo son ilusiones, el lugar quimérico al que jamás llegaremos, algo infantil e idílico que contrasta con las lógicas impasibles que rigen la realidad. Jamás creí en ello, he sido toda la vida un utópico, incluso reniego de esa sentencia tan recurrente que reduce toda utopía a una mera zanahoria puesta allá adelante: eso de que la utopía sólo sirve para caminar, o sea, caminar a sabiendas que los sueños se componen de materiales ilusorios, que nunca llegaremos a ninguna realización, cambio, modificación, lugar. Definiciones de ese tipo están al servicio de nuestra domesticación, nuestra inoperancia, quietud, y contribuyen a legitimar la claudicación ante toda alternativa de trastocar este mundo injusto en un escenario más emparentado con la bondad y la solidaridad, con la promoción genuina e integral de lo humano. Prefiero, aunque suene cursi, creer que si podemos soñarlo, podemos hacerlo. La ecuación no es tan ardua ni compleja, tiene que ver con nuestro deseo, nuestras reales perspectivas, nuestros valores y nuestros propósitos. Dicho de otro modo, tiene que ver con el rumbo y el sentido que queramos imprimirle a nuestra existencia. “Nuestra generación no se habrá lamentado tanto de los crímenes de los perversos, como del estremecedor silencio de los bondadosos”, lo dijo Martin Luther King, estoy absolutamente de acuerdo, pues la respuesta personal al interrogante acerca de qué es en realidad la vida está dada en el modo en que vivimos. Nunca en el mundo hubo tanta necesidad, tanta injusticia y desigualdad. Más de mil millones de personas en el mundo, uno de cada seis habitantes, están desnutridos y no tiene qué comer. Hay tanto, entonces, por hacer, tanto por soñar, porque no sólo aún es posible sino que es preciso soñar. Hace unos meses visitó Sueñitos una profesional de la educación con un cargo en el Gobierno de la Ciudad, estuvo toda una tarde, al día siguiente nos envió por e-mail un informe, en una estrofa del mismo decía: ahí se respira la utopía. Quienes hacemos Sueñitos sencillamente vimos una necesidad, soñamos una alternativa, edificamos un proyecto, el resultado es Sueñitos como jardín maternal. Esto es, lo estamos edificando día a día, cada uno, muchos, en roles distintos, juntos, en cada bienvenida, abrazo, palabra, beso, pañal cambiado, caricia, plato de comida servido, juego, en el cálido hasta mañana de todos los días. Bueno, claro, es que se trata de una utopía, o sea, de una fascinante realidad realizada que debe seguir siendo realizada cada día.

sábado, agosto 22, 2009

El Gol, o el funcionamiento del mundo (relato)

El río nuestro, -el mismo por el cual y según Borges vinieron a los tumbos los barquitos pintados a fundarnos la patria-, estaba esa tarde sereno y alerta como un perro viejo celando su único hueso. Parecía, el río, un tazón gigante rebasado de Vascolet con su agüita llegando cansada y espumosa a sacudir los juncos que habitan la orilla. Ese beso fugaz de las aguas siempre dejaba, como en el tango, como en la vida, trazos bucólicos y silvestres en ese rincón del barrio. Porque el río para nosotros era eso, un rincón más del barrio. Por allá, donde el murallón en su parte más rotosa se intrusa como una espada indolora en el vientre pizpireto de las olitas mansas, cinco o seis pescadores fuman y toman mate velando la mezquina, ambigua suerte de sus anzuelos. De pronto uno pega el salto, trota rápido unos pasos y con un suave golpe hacia atrás de la caña se abandona a la presurosa rutina de ovillar la tanza. Los aledaños parecieran suspenderse en la crucial nimiedad de ese puño girando frenético la manivela del reel, y al fin y sin más, asoma sus vergüenzas una ristra tristona de anzuelos descarnados. La famélica aparición suelta en sus compañeros risas arteras y uno que otro comentario jocoso. Son voces que remontan un vuelo bajo y lentas se deshacen entre las ramas de los viejos árboles que, aun señoriales, cobijan el terraplén y las vías. El hombre en cuestión desestima las afectuosas afrentas con una hosca sonrisa, y encorvando su silencio sobre el piso de cemento salpicado de sangre seca de bagres y escamas endurecidas, vuelve a encarnar, controla los nudos, atisba los vientos, y destrabando el reel se irgue en la insistida ceremonia de arrojar sus ingenuas trampas al agua. Hendiendo el aire, el recorrido del nylon concluye en el redondo estallido de la plomada contra el lomo del río, y al hundirse, renueva la ilusión dejando—como es debido--la existencia en el lugar de los anhelos. Entonces miro hacia arriba y bien en lo alto del espigón, la descascarada pared de la casamata que en un tiempo supo ser un mirador refugio de la Prefectura. Ahí, junto a una estrella roja y asimétrica un día habíamos escrito con sintético al pincel, la C, la H y la E, junto a la frase: nosotros no le creemos a la muerte; y un poco más acá: Marijuana, qué sería todo esto sin ti. Bueno, la de Marijuana es una historia tan bella como cualquier otra y que ya conté demasiadas veces. Pegále al arco, pibe, gritan de tanto en tanto los pescadores que entretienen su espera mirando de reojo el picado que jugamos ahí abajo en la arena.No le creíamos a la muerte y no teníamos dudas, el río era un mar oscuro y dulce que mezclaba sueños sin mentiras con las cándidas pasiones del deseo. Discutíamos a los gritos, sangrábamos conceptos, éramos severamente irresponsables. Hoy, después de tanto, aun me atrevo a mirarme y veo entre mis dedos el herrumbre de las viejas trincheras que sigo habitando, oigo mi risa anacrónica negándose a la agonía, supe la traición, y arrastro un aullido callado y perpetuo en la garganta. Mejor dicho, amurado a los años empecé a sospechar de lo imposible, --todo tan ramplón, tan numerario, coyuntural-, pero aun me parezco, no soy lo otro, no soy aquello, ese temido reverso, la nada, esa detestada incondición de vivir. Escribir. Narrar. Vivir para contar. Acaso ese destino sea el que contenga el sentido. Quizás el sentido resida en la memoria, contar lo que alguna vez no sucedió, añorar aquello que pudo haber sido, aprender que ganar o perder son las dos caras de una misma falacia, que los discursos son siempre una deformación de la palabra, que cuando caía del cielo era bajarla con el pecho y amagar de zurda y con el arco a tres metros, enganchar una vez más y tocar para atrás con tal de que el juego siguiera. Dejáte de joder, pibe, pegále al arco. La extrañeza del gol. El gol, esa anomalía, esa vulgar y absurda finalidad, esa incongruencia que detiene el juego, lo interrumpe, lo obstruye. La peor obra de arte es la que se termina. Sólo queda colgarla de un clavo en la pared o imprimirla, exponerla, observarla, abandonarla, todo, menos vivirla. A una obra de arte terminada ya no se la puede vivir. La vida es mientras se hace, el fútbol mientras se juega. “Haciendo”, eso significa poiesis: haciendo, porque poeta es el que vive así, haciendo. Una poesía nunca está terminada y no obstante, hay quienes juegan al fútbol pensando que el arco es la estación final del juego, y así viven, ignorando que lo peor de la fantasía es su realización, su culminación; un bagre o una boga enganchada del anzuelo no cambia la vida de nadie, a lo sumo, tan sólo acerca un sentido discutible. Pescar es la espera, es mirar desde el anhelo, soñar, jugar, creer. Pibe, pegále al arco, terminá la jugada. Terminar de jugar, no, ¿no leíste?: nosotros no le creemos a la muerte. Calle Pacheco al fondo, la bajada, las vías, el bar de Fran, la casilla de la cruz roja, el río, dejar la ropa en un montón, bajar a los saltos la escalera derruida, y jugar. Jamás el fútbol fue una mejor maravilla que ahí sobre esa arena dura y oscura, ese paraíso plano, profano y perfecto, esa playa, la del río de Martínez. Un límite era allá lejos la realidad de todo lo que el hombre había edificado, el otro, la línea del agua. Nueve o diez de cada lado, jugar, llevarla en el empeine, sentir esa caricia, trotar, arrancar de golpe, pero todo no es más que un amague y frenar en un centímetro. Hacé los goles la p… Tocar y reír, jugar, tocar y saltar esquivando el viandazo, seguir jugando y otra vez arrancar y frenarse y el mundo que pasa de largo porque lo que se impone es patear al arco en vez de frenarse y saborear ese instante. Sí, está bien, el gol es parte del juego, pero es eso, una parte. Al gol lo han absolutizado los que hicieron del juego una pobre e insidiosa mediación hacia la victoria, esos que todo lo mercantilizan, y así estamos. Entonces la vida y uno engancha y quiere explicar, esa desesperación, la desesperación de querer explicarse uno mismo mientras alegan que todo consiste en refugiarse entre números y ladrillos. Construir un refugio, patear al arco, ganan los que hacen goles. Pero yo no quería refugios. Tenía el río y esa playa y no le creíamos a la muerte y volábamos como pájaros curiosos en el atardecer de nuestra adolescencia. Hoy, después de tanto, fui juntando preguntas: ¿el río nuestro estará todavía habitado de sirenas y endriagos y de piedras imanes que enloquecen la brújula? ¿Alguien en las arenas de ese dejado y oscuro paraíso hará ahora otro vano enganche para seguir jugando en vez de pegarle al arco? Ya sé, este es un mundo de goles y de conclusiones, y aquella tarde entre risas y después del enésimo enganche, ni siquiera lo vi venir. No alcancé ni a saltar. Me agarró a la altura de la rodilla, caí cerca del agua, me costó levantarme. Después vino ese rato donde vos rengueás y los que te quieren te explican el funcionamiento del mundo. Mientras con ayuda iba subiendo la escalera del murallón, alcé la vista y volví a leer las tres letras y todo lo que habíamos escrito. Está bien, cada cual cree lo que quiere o lo que puede, y el que no quiera enganchar que siga y le pegue al arco. El tiempo debe haber borrado aquellas frases, eso también lo sé. Pasaron más de treinta años. Pero me hago cargo y no tengo ningún problema en decirlo: cualquier día de estos, amago a pegarle al arco y engancho y voy y escribo todo aquello de nuevo.

Descripción del hallazgo (poesía)

aljibe la vida / borbollón,
hondo pozo de palabras luz,
tenaz indagación,
murmullo / lágrima caída,
gemido, horas sepias,
búsqueda, espera,
hallazgo y en las manos el deseo
se hace silueta,
y pérdida.

viernes, agosto 21, 2009

Martínez, mi barrio (fragmento)

…aquel Martínez silvestre y proletario, entrevero de quintas y gringos, carros y potreros, que hoy ya no existe salvo en el recuerdo. El barrio era como un vecindario echado sobre una interminable llanura, poblado de personajes todos dignos de la novela que Borges nunca escribió. Un lugar edificado sin más consultas que la embrollada memoria que trajeron sus habitantes venidos de las geografías más lejanas. Las calles de tierra y desparejas, estaban bordeadas por unas zanjas de aguas servidas donde todos sabíamos que por nada del mundo debíamos tropezar. La de la vuelta de mi casa se tuteaba con la leyenda, pues ahí mismo, en Monteagudo al 1700, se libraban todas y cada una de las batallas del barrio, y era donde con esfuerzo y alegría, las cometas, estrellas y media bombas subían hasta los cielos.

También ahí estaba la cancha oficial de bolitas del hoyo y la troya a una quema, y la única pista aceptada del turismo carretera de los bólidos de plástico rellenos con plomo, sujetados con un largo tornillo y amortiguados a resorte. Nobles autitos de propulsión a mano, miniaturas del viejo Turismo de Carretera que aventurados hacia la soñada victoria corrían por estrechos senderos polvorientos esquivando latas, vidrios y cascotes. Aptos todo terreno, sus ruedas eran las tapitas de goma de los frascos de penicilina que los pibes sabían encontrar en la basura de la vieja fábrica Squibb de la avenida Fleming.

En el ancho tiempo que el colegio dejaba libre, había quienes para "ayudar un poco en casa" trabajaban unas horas como aprendices en las muchas carpinterías, talleres y tornerías que por aquel entonces había en la zona. Pero la cosa era jugar. Jugar. Todas las horas de todos los días. A la pelota en el potrero de la calle San Juan, cazando ranas en alguna de las muchas lagunas, arriesgando las figuritas de gloriosas estampas campeonas en la fatal tapadita, o tratando de acertarle a la bolita puntera enemiga. Jugar, todo el día, no más.

El sol espiaba sin cansarse esas jornadas de zanjas y disfrutes, árboles y potreros, esa peregrinación cotidiana de quinta en quinta y asombro en asombro. Y como si luego a la hora de las penumbras no bastara aquella luna tremenda, la noche se llenaba de lamparitas de a tres por cuadra que los novios rompían con la invariable puntería que el deseo provee. Nadie tenía dudas: Sin vueltas, el barrio era todo. Todo. No había más, ni hacía falta. ¿Para qué? Techado con un cielo igual de celeste como el que había visto Belgrano cuando creó la bandera, Martínez era la tibia acuarela de una hilera de casas bajas bordeadas de todos los verdes, tirando a ocre hacia el fondo, donde los gorriones iban y venían a su antojo, y donde la vida traía a toda hora mariposas entrampadas en esas ráfagas de vientos incultos que raspaban la cara.

Las calles, lentas y fraternas, se dejaban transitar entre sus huellas por los carros lecheros y los de la Panificadora Argentina. Nos colgábamos al paso en el pescante trasero y los vascos rabiaban entre maldiciones y amenazas. Ni hablar de botelleros, mimbreros, soderos, verduleros. También, a veces, pasaban unos promisorios camioncitos repartidores de vino y algunos pocos y orgullosos autos negros y grandotes similares también en sus formas a los coches de carrera de los Gálvez, los Emiliozzi, Marimón y Marcos Ciani.

En un potrero, al costado de la canchita, en una casita armada con chapas y cartones, atada con alambres y cubierta de ramas, fundamos el barrio y determinamos su sede. En su interior, entre cigarrillos apurados sin tragar el humo y batatas asadas, nacíamos al futuro ensayando las primeras disquisiciones sobre fútbol, mujeres y otros ítems. Por supuesto que de sexo nadie sabía nada, ni la menor idea, pero igual todos posábamos de profesores.

La vida era una eternidad numerable de días que finalizaban con la ceremonia de chupar limón para que no quedara gusto a tabaco, y donde la lealtad comunitaria, hacedora de férreos códigos e inconfesables secretos, era el mayor de todos los valores. Muy pronto aprendimos y no en el colegio, que estaba absolutamente prohibido conjugar el verbo traición en cualquiera de sus tiempos y formas.

El barrio era un útero plácido y festivo, el sitio exacto y perfecto de la utopía, donde uno se siente a gusto, en su lugar. Pegaditos al cordón crecían los naranjos amargos que abastecían de municiones a las guerras de naranjazos, y las anchas veredas de baldosas amarillas se sombreaban de esos otros árboles increíbles a los que con justa razón les decían Paraísos. Unas cuadras más allá estaba el ferrocarril, esas mágicas vías del Mitre que cruzaban el ancho de la existencia de lado a lado, con el vigor y la pureza de unos trenes que por aquel entonces aun conservaban el prestigio del progreso y la fragancia jubilosa de un próspero porvenir.

Sin final ni límites precisos, Martínez era una planicie fecunda estirada hacia fronteras difusas que servían de pretexto a relatos fantásticos y cuentos inverosímiles. Era un cosmos crucial y absoluto que distraído hacia el Este, se fugaba misterioso rumbo al ensueño amarronado del río de los Anchorena. Inmenso, inasible y desproporcionado, el Anchorena era tan manso como furioso y tan cercano y tan distante como un mar. En Martínez bastaba caminar unas cuadras desde el portón de cualquier casa para situarse a la vera inusitada de ese río tan propio y ajeno, tan como de entrecasa pero siempre indescifrable. Ese río apalabrado por las leyendas nocturnas que enhebraban sus pescadores, y que por entonces aun tenía cinco lunas de anchura y estaba habitado de sirenas y endriagos y de piedras imanes que enloquecían la brújula.

miércoles, agosto 19, 2009

Leandro

Mi hijo

Agustina

Mi hija

Mariana

Mi hija

Allá en La Resbalosa (cuento)

Si había que matar, yo, Armando Quintieri, no andaba haciendo culto del cuchillo ni del coraje ni de nada de todo eso. Esas son puras pavadas, habladurías de pipiolos de ciudad, sonseras para las letras de alguna milonga. A mí que no me vengan a joder con eso, conmigo no. Yo no mataba ni por pasión ni por cosas personales, mucho menos por revoltijos de polleras. Matar por una puta puede que a alguno le sonara romántico, a mí no. Yo mataba porque vivía de eso y porque para eso me pagaban los Capellano, para matar, y punto. Alguno que se torcía en el comité, otro que quería raspar de una olla que no era suya, o estaba también el que le costaba entender cómo eran las cosas en esa zona de la boca del río, qué se yo, mucho yo no averiguaba. A mí me mandaban y yo iba y hacía lo que tenía que hacer. Cuidado, no digo que estuviera bien, digo que era lo que yo hacía. Era mi trabajo.

Y habrá de ser por el vino o porque estoy viejo, que ahora tengo fuerzas para hablar del asunto. Mire usted cómo es ¿no?, yo, yo mismo que juré por mi sangre que jamás iba a abrir la boca. Yo que alguna vez tuve una crianza—porque no se piense, yo tuve una crianza y un apellido para defender—, y sé bien de sobra que no es decente eso de andar ventilando lo que duerme allá donde el tiempo es sólo silencio. Si sabré yo que la verdad es lo que menos importa cuando la muerte es sólo hueso y carne fácil para el perdón. Hay que callarse, yo lo sé, y quiero que quede claro que yo sé muy bien que hay que callarse—siempre hay que callarse—pasa que ya no puedo, eso pasa.

Será que no sé qué hacer con todos estos años que ya tengo encima. Mire que yo alguna vez iba a pensar llegar a viejo, no, pero bueno, igual, de esto que ahora voy a contar no depende nada y a nadie le va a importar. Nada va a cambiar. Lo que queda en el pico de la gente, eso queda y listo, a otra cosa. La memoria que primero se estampa, ésa es la que queda, y el olvido—ya sabemos—, el olvido es una de las tantas maneras tramposas que tiene el recuerdo. Ustedes mismos que ahora me escuchan se olvidarán muy pronto de todo esto. Quizás en este mundo el olvido sea el destino de toda palabra. Cuánto sabemos, carajo, y cuánto hemos olvidado. Y cuál será la ilusión que nos empuja a suponer que la justicia—aunque sea la justicia a la memoria—va a venir por haber oído la verdad de cómo fueron las cosas.

Igual, acá no se trata de embrollar ninguna historia, porque a pesar de todo, este fue un asunto sencillo. Digamosló de esta manera: un asunto sencillo con todo lo jodido y lo enrevesado que tiene la muerte, y que tiene el amor—o algo así como el amor, digo, no sé, yo de amor sé muy poco—, y celos, venganza, deudas impagas. Hablo de esas deudas que al final se cobran de la peor manera.

Le cuento. La cosa fue hace ya unos cuántos años por allá atrás de las aguadas, sí, ahí donde estaba el almacén, en La Resbalosa. Si es cierto como dicen que las cosas alguna vez se terminan, ahí fue entonces donde este asunto terminó. Vaya uno a saber. Por entonces el patrón de La Resbalosa era el turco Efraín, no era malo el turco, fiaba poco pero fiaba, se hacía respetar con buenas armas y no era de maltratar a las mujeres. Una de ellas era la Nilda, y más que nada, la Nilda era eso, una mujer.

También dicen que el tal Ramón Alvarado no era hombre de andar con muchas vueltas. Se mandaba con su gente en anchas caballadas hasta casi las orillas del Rosario de la Santa Fe, vivía de eso el hombre, llevando bagayos escamoteados del puerto, tabaco, licores, algo de armas, pero más que nada, de los animales que se traían mientras iban volviendo. Cuatrereadas, cosas de aquél tiempo, nada del otro mundo. Dicen que ya en las casas don Ramón sabía afeitarse, rebajarse un poco la porra, y después de echarse algo de agua encima, vestirse como para arrimarse un rato hasta La Resbalosa. El hombre tenía su costado.

Ni alto ni grandote--no hace falta, dicen que decía—, con lo que hay, ni me andan prepeando ni me arrean pá la milicia. De vuelta de la frontera y de rastrear rumbos de animales de otros, a Alvarado le gustaba eso de aquietarse un rato en el humo fuerte y dulzón del tabaco, alguna guitarra, los naipes. Eso sí, era un hombre serio, no jugaba, a nada, en la vida nunca jugaba a nada, ni siquiera a las barajas. Lo suyo en el boliche era descansarse contra el mostrador y en silencio, chusmear el ambiente, giniebriar un rato, y la Nilda, a Alvarado le gustaba usar el tiempo en la Nilda.

Le explico. En el asunto éste también hubo un tal Bietri, Lorenzo Bietri, italiano, claro, un hombre cobijado justamente por los Capellano, paisanos nuestros que eran fuertes en toda la zona de la entrada del río mercadeando mujeres, protegiendo comerciantes, quiniela, política y todas cosas como ésas. Ahí Bietri supo tener un establecimiento, ahí mismo, en el barrio de la boca del río, un despacho de comida y bebidas no muy lejos del cruce de los botes. A la noche, en lo de Bietri se piringundeaba: polacos, franchutes, griegos, marineros, muchos tanos del mercado, y al lugar también caían algunos criollos. La Nilda, un tiempo, trabajó ahí para Bietri.

Miguel Mugica era ladrillero. Se había criado meta y meta en el horno de su padre, un gallego con fervores anarquistas que había empezado con eso de los ladrillos, más que nada, para arrimarle el hombro a tantos compañeros suyos que andaban necesitando paredes y techo. Eran otros años. Eran tiempos de los cuales se pueden decir muchas cosas, pero no dejaba de haber creencias, ilusiones, certidumbres. Después de la muerte del anarquista—fallecido apenas pasó los cuarenta—el horno fue derivando en negocio familiar. Con sus hermanos, Ernesto y Fermín, y su tío Manuel, se encargaron de la cuestión ya sin tanta solidaridad ni anarquismo. Miguel tenía de raro que había ido al colegio toda la primaria, y por si fuera poco, se había hecho lector a puro coscorrón de su padre que lo obligaba en la mesa del mediodía a explicarle qué había entendido en la lectura de la noche anterior. De pibe, su vida había sido un suplicio: colegio a la mañana, a los ladrillos después de comer, y los libros un rato largo antes de la comida de la noche. Después algo entendió, es decir, entendió el intento de su padre de no permitirle la ignorancia, de empujarlo de prepo a la comprensión del mundo y sus viejas historias de injusticias.

Ya más que un muchacho, los viernes a la noche Miguel se daba una vuelta por lo de Bietri. Su deseo era simplón, mandarse un poco de caña—de la dulzona—y mujerear un rato. La plata es para gastarla, decía Miguel, que andaba medio encaramado con la Nilda. La verdad, derretido estaba el hombre con la Nilda, y se le notaba. Tanto, que una vez le había llevado un vestido blanco, uno con flores azules o verdes, y le hubiera gustado alguna tarde pasearse al lado de ella desde la boca del río hasta la plaza grande y que la Nilda llevara el vestido puesto. Esa vuelta, sentada en el camastro, seria y con desconfianza, ella agarró el paquete y sin siquiera abrirlo, miró de vuelta el papel del envoltorio y no se le escapó ni una sola mueca. Lo guardó en el cajón de la mesa del agua, y ni gracias dijo. Dos o tres semanas después, ya por unas cañas de más o lo que sea, la cosa es que Miguel juntó coraje y se animó nomás a preguntarle a la Nilda si se quería venir con él, a eso de vivir juntos, eso de ser su mujer, y dejar para siempre las noches en lo de Bietri. Ella lo miró peor que cuando lo del vestido, y las palabras, antes que de la garganta le salieron de los dientes—Deje nomás—le contestó—que yo no soy de creer en ningún para siempre.


Alvarado era de traerle algunos bagayos a Bietri, y el italiano le andaba debiendo unos pesos. De ahí que una tarde el cuatrero le dijo—Patrón, sin ofender, no sé cómo será allá en sus pagos, pero acá hay dos o tres formas de arreglar una deuda.

A esto, la Nilda, de entrecasa, sin los oropeles de la noche, sentada atrás del mostrador le cebaba unos mates a Lorenzo Bietri, quien levantó la vista hasta encontrarse con los dos ojos hundidos y marrones de Alvarado que lo miraban como sin interés. El italiano, sosteniendo la mirada, contestó.
—Éstos son mis pagos, Alvarado, no se confunda.
—Como usted diga, patrón.
Y enseguida, para que el silencio no se le venga encima, ojeando a la mujer, Alvarado largó la frase.
—Vos, Nilda, armáte el monito que te venís conmigo.
Como sin oír, ella echó un largo chorro de agua caliente por el borde de la bombilla y alargó el brazo hasta alcanzar con el mate la mano de Bietri. El italiano agarró, dio una chupada, y sin mirarla le soltó—Si te cuadra, andá nomás, juntá tus cosas y andá.
Lánguidamente, la Nilda acomodó lo del mate, se levantó y desapareció tras una puerta cortinada con unos trapos, para volver al rato con un bollo de ropas por el que asomaban un par de zapatos de cuero colorado.
—A mano, entonces, don Lorenzo, y hasta la vuelta—saludó Alvarado.

Ya en los palenques, la mujer montó como quién sabe y de una sola estirada quedó parejita arriba del animal. Ni miró para el lado del puerto. Fue que no quiso la imagen de la silueta de los barcos grandes sobre el amarronado camino de las aguas. Prefirió lo opuesto, lo otro, la realidad. Prefirió la raya de los otros confines, esa que se recuesta a lo largo y a lo lejos y tan cercana, ahí nomás, atrás de las últimas tapias, los caminos de la tierra. Y desde las ancas, sintió a ese hombre clavarle las guampas al alazán que perezoso, soltó el primer trote en su insistido destino de andar trayendo el horizonte.

En las casi dos horas del galope sobre la huraña piel de la llanura, no abrieron la boca, y fue el poniente nomás esa rara sombra que les empezaba a nacer cuando entonces asomó la mancha rosada y ajena de unas casas, la arboleda, los carros, y unos perros que chumbaban de pura costumbre. El hombre, ya apeado a los portones de La Resbalosa, le aclaró lo necesario.
—Mirá, yo no soy de andar mucho en las casas. Acá en lo de Efraín vas a tener comida y cama de sobra. Trabajo tampoco te va a faltar.
La Nilda ni lo miró, pero supo que lo habría amado fuertemente de haber sabido alguna vez el amor. El hombre siguió explicando.
—Que no te traje para que me cebés el mate y me lavés la ropa.
La mujer curioseó el alrededor con menos hondura que indiferencia.
—Usted no me trajo, yo me vine porque quise. Ya me estaba cansando de tanto tano y polaco.
Alvarado caminó unos pasos hasta la puerta misma del almacén.
—Te voy a decir una sola cosa, y no te la olvidés, vos sos libre, pero sos mía—dicho esto, se mandó para adentro, hizo los arreglos con el Turco, salió, se subió al caballo y no apareció por un tiempo.

—¡Tano de mierda, la entregaste por unas monedas!
Dicen que Miguel ya llegó medio mamado a lo de Bietri, que cuando tragó de un golpe nomás el primer vaso de caña, lo encaró con toda la bronca y los fervores que esa ausencia le había provocado.
—Eso sos vos, un tano mercachifle de mierda. Y cagón.
—No ofenda Miguel, que nadie es dueño de nadie. Ella se fue porque quiso, usted sabe cómo es la Nilda, es como todas las mujeres, jodidas para entender.
—Y si nadie es dueño de nadie ¿por qué carajo tuviste que venderla?
—Ya está bien, Miguel, ya está bien, que yo no vendí a nadie, vaya, vaya y mañana aclaramos las cosas, hágame caso, sé lo que le digo, las cosas no son como usted las ve ahora.
Miguel no veía nada, enceguecido dicen que estaba. Bietri creía hacía rato haber aprendido a lidiar con borrachos, hombres mal chispeados y encima insolentados por alguna mujer. Corrió la traba y salió de la jaula protectora del mostrador, se le arrimó con gesto amistoso y fue cuando vio de cerca el rojo demasiado encendido en los ojos del ladrillero. Le cruzó el brazo por el hombro, mansamente, paternal, y así nomás sin demasiados corcoveos, Bietri lo fue llevando hasta la puerta atravesando un entrechoque de dados, el desentono de las guitarras y ese batifondo de gritos donde como siempre sobresalían las risas artificiales de las putas.

La noche era azul y estaba irrumpida de estrellas. Atados a los palos, los caballos de vez en cuando refunfuñaban su aburrimiento, y sus cortos resoplidos se juntaban con los sordos chicotazos que daba el agua contra los pilotes del puente.
—Miguel, usted es un buen hombre—alcanzó a decir Bietri, pero el ladrillero no estaba para consejos. El Tano vio un movimiento y enseguida sintió abajo del pecho como un ruido raro, distinto, un fuego de golpe, un viento caliente que se le metió en el estómago, y dolor sintió, mucho dolor, y otra quemazón, y otro viento ardido que se le metía y el mismo fuego de antes, y se dio cuenta que empezaba a irse y se dio cuenta que se agarraba de las ropas de Miguel y que se iba igual, y no sabía adonde pero se iba y era todo tan rápido y se agarró más fuerte pero ya sin fuerzas, se agarró como quién no quiere irse, como queriendo quedarse, en la vida, quedarse.

Ahí, después del tercer puntazo, el Tano supo que lo estaban matando. Y lo vio a Miguel que lo miró y vio cara a cara esos ojos enrojecidos ahora ocupados por el asombro, porque el ladrillero no se creyó nunca que su querencia y su bronca alcanzarían para matar a un hombre. Y fue lo último que Bietri vio, los atónitos y descreídos ojos rojos de Miguel el ladrillero. Qué cosa el tano Lorenzo Bietri, que como todo hombre tantas veces había imaginado su propia muerte, y jamás se le cruzó pensar que a él, iban a matarlo por una mujer.


Llovía. La noche revoleaba refucilos por arriba mismo de La Resbalosa, y no era la madrugada todavía cuando dos hombres empilchados como Dios manda—pantalones anchos, saco oscuro, camisa blanca, alpargatas, pañuelo, boina—traspasaron los dinteles del almacén y callados, anduvieron el largo del salón hasta el despacho. Uno era Ramón Alvarado, el otro, Runilo Tortosa, el uruguayo, su ladero de siempre. Entrando nomás, Alvarado relojeó el lugar y la Nilda no andaba. Estaría trabajando. Raro, pero esa noche los retumbos del boliche parecían más apagados, sería por la bulla que metía el agua contra las chapas, o que había poca gente, o eran las mujeres que no hacían tanto alboroto. Ya en el mostrador y mordiendo las primeras ginebras, ni se mosquearon por el muchachón que apoyado en la otra punta los miró como para medirlos, que se echó de un trago el poco de caña dulzona que le quedaba en el vaso, que se les acercó, que los miró, que les preguntó con voz exacta cuál de los dos se llamaba Ramón Alvarado. Y así quedaron, frente a frente en el despliego insalvable de sus vulgares destinos. Cualquiera diría de Miguel Mugica y Ramón Alvarado, qué cosa, dos hombres tan diferentes y su debilidad vino a ser la misma.

El cuatrero lo miró sin entusiasmo, sin rabia, sin nada, sólo era la fatiga de los años y las leguas que llevaba encima lo que le incomodaba el momento—Ramón Alvarado, para servirle—contestó ladeando la cabeza, y vaya uno a saber, cuestión de reflejos, codeó el mango del cuchillo que acarreaba al costado de la cintura, contra los riñones, y por las dudas también, puso el lomo contra el mostrador guardando distancia.
—Deje nomás, que yo estoy bien servido—apuntó Miguel Mugica.
Alvarado nunca lo había visto al ladrillero, pero, hombre andado, apenas percibió esa mirada surtida de ansiedades, miedos y broncas, supo que ese muchacho era capaz nomás de venírsele al humo.
—Algo me han dicho de que me andaba buscando.
—Y para matarlo—le asestó Miguel, con la fuerza y el apuro propio de los aprendices en el asunto de la muerte.
El cuatrero lo contempló, resignado.
—Está bien, pero le digo, se equivoca, y para peor, doblemente. Escuchemé, la mujer no lo abandonó, porque no era suya, y lo otro, es que no se mata dos veces por la misma pasión.
—Le agradezco la labia—afirmó Mugica—pero ya tuve uno que quiso darme consejos.
—Y era un buen hombre. Usted mató a un buen hombre, y lo mató mal.
—Sabrá Dios si era bueno, y cómo lo maté, son cosas mías. Y ahora le toca a usted, que para eso lo estoy buscando.
—Bueno, ya me encontró, así que déle nomás. Una cosa, todavía está a tiempo de recular. Sea juicioso hombre, dejemos las cosas así como están.

Desenvainó el ladrillero dando un paso atrás y fueron dos los cuchillos que se le plantaron, pero ya no había tiempo para achiques. Arqueó la espalda y abrió los brazos como para abarcar todo el lugar posible, les largó el primer amague y fue ahí cuando una sombra juntada con un brillo le pasó fulminante por el costado y siguió viaje hasta partirle el pecho de un puntazo al Uruguayo. El ladero largó el grito siempre seco de la muerte, y después de dar contra el mostrador, se fue acurrucando en el suelo como un trapo viejo y sucio de sangre. Entre el alboroto de las sillas que caían y los gritos de las mujeres, Miguel, en la sorpresa, alcanzó a ver que Alvarado se le venía y entonces largó el brazo al bulto. Esa primer fierrada agujereó saco, chaleco, camisa, marinera, y le entró limpita a Alvarado por el costado, casi abajo del sobaco. No hubiera hecho falta otra, pero vinieron dos más. Una en la panza, de abajo hacia adentro y arriba, con el revés y el consecuente giro como para que el filo corte bien y en subida. La otra fue de gusto, un tajo en el medio del pecho para marcar nomás el cuerpo de lo que ya era un muerto. Porque así estaba Alvarado, muerto antes de tocar el piso, el piso bermejo de La Resbalosa.

Mujer al fin, la Nilda fue un bramido a medio vestir que bajó las escaleras que venían de las piezas, hasta envolver con sus gritos y sus brazos el cuerpo del muerto. Y Miguel, ahí, aprendió que algo de razón Bietri había tenido, supo que nadie es dueño de nadie, que ella se fue porque quiso y que así de jodidas para entender eran las mujeres.


Salimos al galope ligero por la huella embarrada, sostuvimos el trote largo cuando cortamos por el campo, bordeamos las aguadas y nos entramos en el monte. Lo cruzamos. Ya del otro lado le metimos espuela otra vez un buen rato hasta que una nueva arboleda nos llamó al descanso. Dejé que el ladrillero atara el manchado y me le arrimé sin apearme.

—No sé qué decirle, Cumpa—me dijo, tendiendo la mano—, ni lo conozco y usted se entreveró así. Se agradece.

Nadie deja a un hombre con la mano estirada, apreté fuerte, y contesté—guarde las gracias, que yo no soy de andar con muchos sentimientos, pero no me gustan las cobardías y ellos eran dos. Mucho menos me gusta que alguien quiera hacer el trabajo que me toca hacer a mí.
—No entiendo, eso del trabajo.
Yo, Armando Quintieri, moví el caballo para arrimarme bien arrimado, y lo miré de frente.
—El trabajo de matarlo.

Le apunté el dos tiros a la panza y le solté el primero. Cuando boqueó sangre y cayó doblado en el barro, me bajé y le di el otro en la cabeza, no de muy cerca, para que no salpique tanto. El ladrillero quedó en el barro de la noche, entre los árboles, de cara a la lluvia. Fue el último muerto de aquel asunto. Así fueron las cosas, que para eso me pagaban.

lunes, agosto 17, 2009

Palabra principio

En el principio era el caos, abismo incoloro, rugido del silencio, Tehon vagando en la ausencia del espacio, la vaciedad del desorden, el oscuro impreciso. Y Ruah, el aliento inasible, la nada majestuosa de Dios, aleteó sobre la masa absoluta de las aguas y fue su voz, y su voz fue palabra y fue cosmos, y Tehon trocó en el todo de lo que ahora es. Elohim bereshit y fue ruptura y fue juntura y colgó lámparas en el alto celeste y situó un jardín al oriente del Edén. Y entonces la tierra fue huesos, sangre, piel, saliva, esperanza, deseo. Fue Adam en el encrucijo de Ruah y Tehon. Adam en luz, tinieblas, búsqueda, desesperación, asombro, soledad, anhelo. Fue el tiempo y el tiempo se hizo río, árbol, horizonte, conflicto.

Y fue Ella. Lo otro, necesario reflejo, hermosa pureza incompleta, hondo destello de todas las sombras. Y fueron dos en el abrazo ruptural de cielos y tierras, vida, llanto, destino, sueños, preferencia, desalojo, camino, semilla, porvenir. Y supieron que a las espaldas de Elohim estaba el desierto, y anduvieron descalzos los nuevos silencios y un día en una cueva hicieron un pájaro de letras que fue mancha acuarela contra una piedra, signo primigenio, la otra palabra, la nuestra. Dibujo, cántico, gesto, poesía.

¿De quién fue la mano que trazó ese grito? ¿Quién enseñó la muesca del lenguaje tallado en cuevas, tablas, juncos? Fueron ellos, vinieron del mar y trajeron los signos, los colores, las voces del cuerpo. Ellos quebraron el silencio del desierto, vinieron de las aguas, del abismo, del vientre mismo de Tehon.

Homenaje

Saliva de un diablo es esa llovizna.

Fue
a dejar flores en la tumba de un poeta.

Son pétalos de sangre o una bala
una piedra,

llovizna,
siempre en el mundo todos callan. [1]




1. En 1943, en el centenario de la muerte de Hölderlin
–el gran poeta alemán-, el gobierno nacionalsocialista
lo honra con más de trescientas muestras de homenaje.
Ante su tumba, Adolf Hitler dejó una de ofrenda floral.

Industria Humana

La polaroid que violó a la Gioconda
embarazándola de miedo,
La bomba que trajo el rojo el viento
y el silencio a Hiroshima,
La cuerda de nylon que ahorcó despacio
a Bonhoeffer el penúltimo día,
El hondo bandoneón de Piazzolla,
La bala que rompió el corazón de Gandhi,
La fórmula alguna vez secreta de Coca-cola,
La carabina el arco y la flecha,
Los lentes de John rotos en el piso,
La Santa María la Niña y la Pinta,
La linotipia de Gütenberg,
El lento quejido chicano de Santana,
El enchufe de la silla eléctrica,
El telescopio de Isaac Newton,
El rimel de tus ojos
y el furioso rouge de tus labios.

lunes, agosto 10, 2009


Una foto de la miseria



Sé que no voy a olvidar esos ojos, esa mirada. No era tristeza, era más. Era algo raro. Era esa forma rara y siempre distinta que la miseria imprime en un ser humano. En unos pocos minutos me habló de su casa, su vida, su fe, sus perros.
Había sol en esa mañana de Buenos Aires. Todo era sol, menos esos ojos.
Las chapas de los techos de las casuchas resplandecían, hasta las más oxidadas. Yo andaba caminando, como en otra cosa, y ni lo vi venir. Sólo escuché su voz que fue una pregunta.
–¿Qué, estás sacando fotos?
Lo miré. Parecía un gnomo, un duende bueno y abaratado, harapiento, con esos ojos calmos y afligidos y una barba rala color ceniza. Llevaba un pulóver verde percudido, pantalones viejos y muy sucios que terminaban metidos en sus medias alguna vez blancas o grises, y las zapatillas de un número mucho más grande no tenían un solo pedazo sano.
–Sí –le contesté, y agregué en broma- ando sacándole fotos a las chicas lindas del barrio, y el grupito de mujeres que pasaba justo por el mismo pasillo advirtieron la broma, y contestaron.
–Ah, bueno, ¿qué esperás entonces para sacarnos a nosotras?
Me reí, armé la pantomima de una pose haciendo que les sacaba una foto, ellas se juntaron, dijeron whisky con los labios mirando a cámara y yo les hice clic clic con un chasquido de labios. Todos volvimos a reírnos, todos menos el duende bueno de barba ceniza. Pareció contrariarse.
–Ah, no estabas sacando fotos. –Sí, le insistí. –¿Me sacás a mí? –Dále- y le tomé una foto.
–¿Y a mi casa? ¿No querés sacarle fotos a mi casa? –Vamos.
Y fuimos. Caminó unos metros y por un hueco carcomido en la pared se metió hacia los subsuelos de un edificio casi abandonado, y con la mitad de su cuerpo desde el agujero me hizo señas para que lo siguiera. La luz del sol pareció quedarse allá lejos en la superficie. Entre las sombras pude ver que el nivel de la basura alcanzaba hasta casi medio metro del piso. Avanzamos entre trapos, botellas, cajas, pedazos de madera, y todo tipo imaginable de cosas sucias, viejas y abandonadas. Ahí vivía. Su “casa” eran unas chapas y maderas desordenadas en medio de ese basural subterráneo.
Un detalle. No sé ni cómo se llama. No le pregunté.
En la villa




Acá se aprende a leer la oscuridad.
No hay tempranos ni tardes
y el viento viaja sin caricias
por los pasillos eternos de mala cara.
Acá son pocos los que aun
mal andan erguidos
en algún sueño menor,
los que aun van esperando
que amanezca el largo oscurecer.
Acá hay pájaros plumas de petróleo,
aleteando tras ningún futuro,
y el presente se escurre,
se escurre,
acá.

jueves, agosto 06, 2009

Villa 15

Bajo los párpados del crepúsculo
una última hendija de luz.

Aguardado de muerte
el barrio finge silencios.

Del hastío de algún vientre
asomará un niño tibio,

titubeará por senderos
que ya le hemos robado.