viernes, julio 31, 2009

Poema 5








Lluvia / lagrimal fecundo.
Es ligero el tañido
de tu voz entrañable,
y las líneas
fronterizas de tu cuerpo,
centelleando tibias
en la casi nuestra oscuridad.

Esto es Sueñitos


Esto es Sueñitos, esta ternura, esta fascinante apuesta de todos los días, este lugar de juegos, de abrazos y mimos, esta utopía. Hay quienes erróneamente suponen que utopía es lo irrealizable. No, eutopia es lo que aun no hemos realizado. Es decir, lo que podemos realizar. Eso es Sueñitos, una utopía soñada, realizada y sostenida por muchos. Treinta son los chiquitos y chiquitas de Sueñitos. Tienen entre dos meses y tres años. Yo trabajo ahí. Soy absolutamente consciente de semejante privilegio. Lo disfruto plenamente.

miércoles, julio 29, 2009

Buenas Noches, don Firpo (cuento)

–Vayasé pibe, hágame caso, ¿me escucha?, vayasé. A ver, digamé ¿qué tiene que hacer usted acá, eh? ¿qué tiene que ver usted con ellos? Vayasé.
–No, Firpo, no importa eso. Yo vengo acá porque acá, no sé, es una forma de búsqueda, y a mí me parece que no importa tanto lo que uno encuentra, importa lo que uno busca.

Ahh, las pausas de Firpo. El hombre se había metido en una. Claro, enseguida vinieron los gestos apagados, la ceremonia del coñac, agarrar el vaso con esa severa lentitud, con esos dedos que de tan bastos daban miedo.
–No diga estupideces, pibe ¿quiere? No diga estupideces. Má qué búsqueda ni búsqueda, déjese de joder, usted es bastante inteligente, dése vuelta, déle, dése vuelta, mírelos a la cara. Se va a dar cuenta lo que le digo.

Ellos. Cascajos revueltos, raras hechuras burlescas errantes en el redunde heraclitiano del tiempo. Ellos, iguales, todos, todos iguales, circunscriptos a un rectángulo invariable. Ellos, sin más, ceñidos a un cúbico paralelogramo de diez metros de largo, seis de ancho, cuatro de alto: un bar, o lo que era lo mismo, el bufete de un club de barrio. Cuchitril opaco donde se repetían el mostrador heladera, las mesas marrones con sus sillas, un vetusto billar, el artefacto para los tacos, una pizarra, la inútil talquera de aluminio, y en la descascarada pared del fondo una vitrina en la que tres o cuatro tan roídos como espantosos trofeos, se aletargaban ya exentos de toda gloria. Ellos, cascajos jugando a las barajas, gritaban, sonreían y hasta reían, mientras le daban al fernét Branca, la caña Legui, la mariposa Cusenier.

Algunos dientes menos tenía y algo así como sesenta años. Decían que había sido boxeador, de ahí lo de Firpo. Ahora, era una vidriosa existencia curvada, un bulto de gestos imperceptibles hincado en la exacta esquina del mostrador y la pared, codo al estaño, morocho –subidamente morocho-, vaso de coñac, el poco pelo una mota renegra, camisa celeste arremangada, excesivo y fibroso, agobiado, y siempre munido de un cortejo de silencio atemporal que a todos –a ellos- los inquietaba. Era la constancia de ese equilibrio inestable, ese deseo de subsistir en ambos mundos y en ninguno lo que a ellos los ponía intranquilos. Firpo, inerme testigo acusador de la peor de las miserias: la intrascendencia. Y no hablaba con nadie, salvo con él mismo, o con el pibe. Así le decía, pibe, diecisiete años tenía. Diecisiete años y ahí, entre el ruido de los cubiletes contra el paño, despreocupado del humito azulino de los habanos baratos, curioso del roce invariable y recíproco de los naipes. Los naipes, esa tradición de enemistad, esa eterna porfía de cartulina, hostil esgrima trazadora de destinos menores que se desentiende de ellos quienes al borde de las mesas persisten en el ensayo de los rancios ritos de la suerte.

Firpo había sido boxeador, el pibe escribía poesías. Firpo era gomero, el pibe siempre un presunto enamorado de alguna. Firpo parecía volver, el pibe amagaba con ir. De pronto y de la nada, Firpo se transponía de un mundo a otro y renegando de letargos e inexistencias, arrancaba con sus gestos apagados: alzaba bien alto las cejas cerrando gruesamente los ojos y terminaba tajante la conversa consigo mismo –o vaya uno a saber con quién- arañando el estaño y desenganchando de los dientes una puteada inaudible. Su cuerpo entero se hacía queja, fastidio, y encumbraba esos brazos de oso que en un mismo movimiento desistían de todo cayendo pesados contra el mostrador. Ellos, habituados, igual se sobresaltaban y fisgoneaban de costado, molestos, pero no decían nada. Nada. Después Firpo era silencio, era dolor.

Todo tan claro, al principio, digamos, la vida, todo tan claro. Las lunas eran grandotas, estrellas había de sobra, los soles todos límpidos y amarillos, y el viento entonces y por allá era una caricia que ardía en la cara. En el barrio si no la ibas de irónico te rajaban de todas las menudas cofradías, y si no sabías colgarla de chanfle en el ángulo, no te daban el carné. Crecer nunca se supo bien qué carajo era, y un día, todo, que era tan claro, quedó tan lejos, y tan absurdo, y tan ajeno. Pero mientras tanto era preciso saber reírse de los infortunios, y los aprendizajes se hacían barriendo tornerías o acomodando bolsas en los galpones de los depósitos a un peso la hora. Quiero que trabaje, que sepa qué es eso de trabajar, que estudie, pero que también trabaje. Y uno iba siendo. Qué carajo iba siendo uno, no sé, pero iba siendo, y el bar llegaba a horario, ni antes ni después, justo cuando ya ser chico empezaba a parecerse a una molestia. Café, cigarrillos, billar, y el candor insostenible de las primeras invenciones. Las minas: mentiras, fabulitas, no alcanzaban ni para una infamia. De un dedal te hacían un fuentón. Fabulitas, y el que no contaba nada –paradojas viles de barrio- era inscripto entre los giles. Estaba el picado del sábado a la tarde, el río entero y marrón en el verano, y la desazón aburrida y absoluta a la hora de pensar en futuros de auto y casa propia con tejas a dos aguas y manguerear el auto los fines de semana. Las mujeres casi en serio, llegaron después, no hubo que buscarlas ni mentirlas, llegaron y fueron ilusiones, sufrimiento, pesadumbre, jeroglíficos, mascarones de proa de una de las formas de la identidad. Y se tejían dramitas y se armaban novelones que había que creer, porque la vida era eso, creer eso y no mucho más que eso. Después, uno se enamora, y pasa lo que pasa.

En un rato llegamos a la luna y entonces nos avisaron del estallido generacional. Éramos nosotros, habíamos estallado, y hubo que estallar. La marihuana fue un caramelo, quiero decir, fue algo más, por un tiempo fue algo más y de tanto estar todos juntos en la misma esquina se vino el invento del rocanrol hispano parlante. Y a algunos se les ocurrió la pueril fantasía de hacer de cuenta que llegaba la revolución socialista, y los milicos se lo creyeron. ¿Vos podés creer? Se lo creyeron. Se creyeron todo. Que había hippies, que había socialistas, qué sé yo, todo. Empezaron primero a hacerse los peluqueros, y después, qué locura, se asustaron tanto de no entender nada –nunca entendieron de ironías, pobres, seriotes, tan aburridos estaban- se asustaron tanto que al que agarraban ya no le cortaban el pelo, al que agarraban lo mataban, así como te digo, lo mataban. Y se terminaron todos los juegos, los hippismos, las pueriles fantasías y todos los porvenires.

–¿Sabés una cosa? –dijo el Pato- esto fue terrible, loco, terrible, pero algo bueno tuvo.
Lo dijo al final de todo y al principio de la nada, en una estirada noche de acero y abismo, el Pato, –ojo, lo dijo con un dolor tan grande como su nobleza. –Y entendeme bien lo que te voy a decir –dijo-, esto fue terrible, terrible, pero algo bueno tuvo: más allá del asco de la muerte, del charco de sangre, del ramalazo de horror, nos sacaron de encima el karma del futuro, loco, claro, el karma del futuro. Ahora podemos estar escondidos en un fracaso que no sé si es nuestro, puramente nuestro, pero la cosa es que éstos tipos nos echaron en el fondo de los bares, nos condenaron a releer a Borges y a los filósofos. ¿Qué querés que te diga?, nunca la filosofía fue algo más abstracto, barato y distraído de la realidad, y ese también es un invento nuestro, así es la historia, la mía, la nuestra, digo –dijo el pato.

Ahora lo sabemos, Pato -vos que vivís en las afueras de París haciendo esas artesanías que le vendés a los turistas, y que quisiera saber si seguís leyendo a los viejos locos-, ahora sabemos, Pato, que andá a saber si tuvo algo bueno, pero eso sí, se nos quedaron en el dorso furias sin vuelo, nos sobraron días remotos mojados de ausencias, horas asesinadas a mansalva, ya no nacen libres ni los gorriones, y las hienas fantasmales se bebieron con fruición hasta el último resto del espanto.

A veces, el pibe, meta poesía, le decía a Firpo que ya encontraría una palabra, una, y sin deshechos ni lágrimas, esa noche dejaría que el tiempo sea sólo gotas de viejos murmullos y quizás en algún otro entonces, saldría valiente a decir verdades y ya no la extrañaría tanto o acaso ya no podría vivir sin ella. Vivir sin ella. ¿Qué es vivir sin ella? Vivir así, a la orilla de las palabras en esta torre de devenires quebradizos, intrusado de esencias, llorando la luminosa belleza de los verbos.

Firpo lo miraba y lo oía y asentía en silencio y al instante siguiente disentía también en silencio y se daba a la ceremonia del coñac. Un trago, otro, y volvía al mundo para clavarle al pibe esos ojos negros recónditos y severos.

–¿Sabe, Firpo? Insistía temerario el pibe: las tardes de mis esperas son ya el horizonte que enhebran mis ojos exiguos, iré a ofrendarme en sombras perpetuas en el lejano ruido de sus pasos, y el vino en la bóveda de mis labios, sabrá ser el sabor inconfesable de su silueta de ahora.

Firpo revoleaba los ojos con fastidio, acaso perplejo, sin dudas azorado, y disentía. El pibe, después, mucho después supo que Firpo tenía razón, supo que de ese costado de la vida había que librarse: ese nocivo deseo de ser entre otros que ya no son, que acaso nunca fueron.
–Vayasé, pibe, ¿me escucha? Vayasé. ¿Qué tiene que hacer usted acá? ¿Qué mierda tiene que ver usted con ellos?

Librarse. Saber las mentiras. Todo es una obrita de teatro. Una plaza, un bar, un living, botellas vacías, no importa qué piensen, no importa que nada importe, cuánto mucho queda en la gorra una conversa que en la resaca del mediodía hay que tirarla por el balcón. Caminar, libros, mujeres, rocanrol, Buenos Aires, el espanto de estar vivo, la bronca, drogas, desdén, traiciones, tangos, madrugadas, fracaso, gato pendenciero todo roto de vida. Necesitar, después de todo, la vida no es más que seguir necesitando.

–¿Qué hace todo el día con esos cuadernitos, pibe, eh? No me diga que sigue escribiendo.
–Sí, Firpo, poesía.
El vaso le desapareció entre los dedos, mandó dos tragos de coñac y sin miramientos afirmó en tono de pregunta, de asombro, casi de desprecio.
–¿Poesía? ¿Y así lo dice? ¿Usted sabe en lo que está metido, no?

En el brutal tumulto de su levedad, de nuevo Firpo se revolvía contra el estaño a punto de detonar, enfadado, todo molesto en su cuerpo gigantón. Es necesario contar lo siguiente. Una vez se sintió ofendido, alguno que lo saludó mal o no lo saludó, o sencillamente lo saludó, nunca se supo, detalles, insignificancias, pero el hombre se sintió ofendido y como toda respuesta lo miró al tipo unos cuantos segundos sin decirle nada, después caminó lento por la sordina del salón hasta el billar, se agachó contra uno de sus bordes y agarró el armatoste bien de abajo, lo alzó unos treinta centímetros y desde ahí, lo soltó. La seca explosión de la caída fue seguida de un silencio pegajoso. Sin decir, retornó lentamente a su rincón del mostrador, tragó coñac, hasta que poco a poco el clima volvió a recomponerse.

–Buenas noches, don Firpo, fue de allí en más el saludo que recibía. Nada de ‘hola Firpo’ ni cosa parecida. Buenas Noches, don Firpo, era el saludo de ellos, y él respondía callado agachando levemente la cabeza mientras soltaba una mirada esquiva que desalentaba cualquier otro comentario. Y ahora otra vez se revolvía contra el mostrador, incómodo, como si quisiera cualquier otra cosa que no fuese escuchar al pibe que le venía con sus tardes de esperas y horizontes enhebrados a sus ojos exiguos, con ofrendarse sombras perpetuas en los ruidos lejanos de los pasos de alguna mina, y el vino y la bóveda y eso de los labios y lo del sabor inconfesable. Por un momento, Firpo pareció soltar el centelleo de una sonrisa, pero no, acaso no haya sido más que un resplandor, un saberse atrapado, algo así, y atrás de otro trago de coñac habló en voz baja, bien baja.
–Vayasé, pibe, hágame caso, vayasé y no venga más por acá. Y aguanteseló.
–¿Aguanteseló? ¿Qué cosa, Firpo, me tengo que aguantar?
–El sufrimiento, aguanteseló carajo, no lo escriba, que la vida no es sin sufrimiento, que si no, no valdría la pena. Mire, a mí los que andan escribiendo no me engañan. Escriben para escupir el sufrimiento, escupirlo en el papel, y eso no es de hombre.
Y sin dar respiro ni lugar a una respuesta, hundió severo sus ojos en los del pibe, y de memoria, recitó:

Y cuando llegues en postrera hora
a la última morada
sentirás una angustia matadora
de no haber hecho nada.

El pibe edificó la mudez de una delgada sonrisa y en su mirada asomó el más vasto y dilatado de los asombros.
–Asunción Silva. ¿Lo conoce? José Asunción Silva.
–No.
–Poeta era.
–No, Firpo, no lo conozco.
–¿Sabe lo que le pasó? ¿Sabe cómo murió?
–No, ni idea. No sé ni quién es.
–¿Sabe lo que le hicieron a ese poeta cuando murió?
–…
–No, tampoco sabe. Y, usted es muy joven, tiene tiempo, ya se va enterar, ya se va a enterar. Asunción Silva, no se olvide. Una sola cosa, venga, arrimesé: no se puede querer ser escritor sin haberlo leído. Y no lo digo yo. Lo dijo un tal García Márquez ¿a ése sí lo conoce, no?

Jamás ese pibe habría de olvidarse ese momento de su vida, jamás. En silencio, más que en silencio, callado, lo miró. Miró a Firpo que ya sus ojos habían puesto proa hacia el fondo de la nada y mandaba otro trago de coñac. No habló. No quiso deshacer ese instante, no se atrevió, ni habló ni preguntó, no quiso, no dijo, no pudo, pero supo que muchas veces se recordaría a sí mismo en esa escena y en ese instante. Verse en ese asombro. Y fue no la única vez pero sí la primera que se sintió uno en el montón, y aprendió, tocó el quebranto del aprendizaje, supo del maldito punto de partida, advirtió con horror algo así como que empezaba a ser uno de ellos, y no, no. Aprendió. Conoció que más que a menudo el costo del aprendizaje es la vergüenza.

Librarse. Saberse en un final, en una ruptura, en una muerte, y te odio muerte, te odio, quiero que lo sepas, digo lo que no se debe decir, quiero lo que no se debe querer, una eternidad no de laúdes y nubes apacibles, eternidad de ella en el instante en que los dos fuimos nosotros, eternidad de bares, vinos y amigos, Buenos Aires ardiendo de óleos, cuentos, madrugadas, memorias, amores y lágrimas. Estar vivo es oír el golpe inefable y perfecto de la botella apoyándose contra el mantel. Lo de siempre, Dios, lo de siempre, que se detengan los otros tiempos, esos números aciagos, el hermoso, el puto tiempo.

Librarse. Desdichas, muchas muertes, sueños agriados y la historia desflecada como un barrilete enganchado en los cables de la luz, que se pudre y se descolorea, y uno al pasar nota impotente la vida deshacerse, la corrupción de la muerte, el tiempo que va y va. ¿Darse cuenta? ¿De qué? Si hay barrio y pelotas de fútbol cigarrillos besos de labios y musiquitas. Si el mundo es tuyo y el embrión de la muerte que ni sabés cómo va a crecer, y crece, no sabés cómo crece. Crece hasta matarte. Ginebra Vino Maconia Mandrax Anfetas Calabozos Mierda Soledad Perón Vuelve Secundario Rocanrol Superman Pink Panther Merca no Merca sí no sí no sí no sí y loco esto no tiene mambo dale dale dale frula blanca talco mandanga milonga mercurio palo pala, no, no alcanza, nada alcanza, sigue el dolor, el dolor sigue, sigue Dios Dios Dios ¿adónde habías ido? que no quiero tus demandas, no me pidas nada que yo ya di todo, y guarda que yo no tuve nada que ver con el quilombo del jardín, en serio, en esa del Edén no tuve nada que ver, sí ya sé, ya sé, pero esa vez y en ese quilombo del paraíso yo no tuve nada que ver ¿Qué? no, no, de mis jardines no hablemos, yo de mis jardines no hablo, basta, Dios, vos no te contradigas, vos, por favor, no te contradigas ¿Un jardín es todos los jardines? Entonces una redención es todas las redenciones ¿no? Mirá miráme fijáte escuchá sufrimiento drogones pobres putas marginados yuta miseria en serio funcionarios parias nenes solos nenes dejados comisiones barriales chapas que queman de sol cartones que cortan de frío reuniones llantos zanjas tiros muertes muertes muerte padrenuestros. En ese teatrito me olvidé el libreto. Improviso morcilleo no entiendo nada pongo cara sonrío digo cositas no sé nada no entiendo nada después doblo la esquina el perro truco del olvido y que la vida siga te amo vida te amo te amo y armo el mismo juego que todos, el del silencio. Un jardín, una redención. ¿Qué hace acá, pibe, en el mundo, a esta hora, solo? ¿Qué hace pibe usted, acá, en Argentina, solo, a esta hora? Vayasé, pibe, vayasé, yo sé lo que le digo, vayasé. Usted puede salvarse de toda esta mierda, vayasé, abra esa puerta y agarre esa vereda y déle déle déle, no mire para atrás, no vuelva, no venga más, sálvese, usted todavía puede, esto es mentira, nada más que mentira. Mírelos, mire los ojos, los ojos secos tienen, parecen de vidrio esos ojos. Y mire los míos. No sea otario, ¿quiere? Vayasé.

Una noche, crispado, rígido, apoyado contra el mostrador, Firpo agarraba el vaso de coñac entre los dedos y las venas le nacían en las sienes como serpientes rabiosas. Se dilató en un trago. Había sobre el mostrador una caja que parecía de zapatos, estaba envuelta con papel de diario y atada fuertemente con hilo de fiambrería.
–Mire –le dijo Firpo, sin más ceremonia- esto es suyo, lo traje para usted, pero me tiene que dar su palabra.
–¿Para mí? ¿Qué es? ¿Es un regalo para mí?
–Sí, algo así. Pero déme su palabra que no va a abrir este paquete hasta dentro de unos cuantos años. ¿Estamos? Usted se lo lleva y no lo abre hasta dentro de un tiempo ¿me entiende?

Miró para los costados, y cerciorado de que nadie escuchaba, le repitió en voz baja y ronca.

–Ábrala mucho después de la última noche en que usted pise esta inmundicia.
Dijo inmundicia desde el más oculto sumidero de sus broncas, estrujando con los dientes cada sílaba, paladeando el asco, mordiendo las letras, soltando en el aire y como una última ofrenda, ese hondo aliento a tabaco y coñac.
–Hágame caso, deje pasar un tiempo, déme su palabra.

Siempre para todo en la vida hay una última noche, para todo, siempre. Hace ya tantos años que abrí la caja. Esa caja envuelta en diarios ya amarillentos que me acompañó en tantas mudanzas y que invariablemente, una y otra vez, reposaba en el techito del ropero azul. Cumplí mi palabra. La abrí años después de la última noche en aquél bufete. Una tarde de sábado salí a caminar con la caja debajo del brazo, caminé y caminé hasta que me senté en un bar. Claro, pedí un coñac. Un coñac barato. –En vaso, por favor. Tomé un trago, corté los piolines, quité los diarios con la delicadeza y la añoranza de quien descorre las mustias cortinas de su propia y remota adolescencia. Ciertamente, debajo de los diarios apareció una caja de zapatos. Era celeste con la tapa blanca. Antes de destapar la caja, mandé por las dudas otro trago de coñac. Más que temblar, las manos me parpadeaban. Finalmente corrí la tapa.

Un libro. En la caja había un libro.

Lo contemplé un rato interminable, como desde lejos, muy lejos, acaso tan lejos como aquél estaño donde Firpo se apoyaba. Un libro. Lo saqué con la ternura y el cuidado digno de un incunable: José Asunción Silva, ‘Poesía Completa’. Leí.

Soy un viejo rosal hecho ruinas,
cuyos gajos sedientos, ya sin rosas,
de las grandes macetas olorosas,
padece las nostalgias asesinas.

Y recorrí unos párrafos del prólogo, escrito por un tal García Márquez:

‘José Asunción Silva murió en la madrugada del domingo 24 de mayo de 1896, tenía 31 años de edad, no había publicado un solo libro y sus versos –que leía en tertulias y publicaba en periódicos- eran motivo de crítica y hasta de mofa en su ciudad, la muy pacata y aldeana Bogotá. Después de una cena íntima en su casa de Santa Fe, Silva acompañó a sus invitados hasta el portón, poco antes de la media noche, y luego fue a su alcoba y se disparó un tiro de revólver en el corazón. Su muerte constituyó una vergüenza para sus íntimos y un escándalo para la sociedad. Fue enterrado en tierra no sagrada, en el siniestro lugar destinado a los sacrílegos que se atrevían a atentar contra su propia vida. Como última despedida no recibió flores, sino un puñado de cal que, antes de cerrar el ataúd, le lanzó a la cara el enterrador. Sin embargo, este desdichado, escribió la obra poética más importante de Colombia hasta hoy’.

La mano del mozo sobre mi hombro me estremeció.
–¿Lo puedo ayudar en algo, señor?
Ahí me di cuenta, estaba llorando casi a los gritos.
–No, no, perdón, perdón.
–No, está bien, señor, está bien –dijo el mozo-, pero ¿le pasa algo?
–No, nada, nada, gracias, mozo, pasa que, pasa que los poetas, ¿vio? los poetas también se mueren. Tanto sufrir, tanto amar, tanto vivir, vivir, ¿entiende? Igual se mueren.
–Sí, claro, seguro, -dijo el mozo- ¿cómo no voy a entender? Por favor.

El living de mi casa está vacío. Todos duermen. Son las dos y media de la mañana. Chacarita es un barrio en el que te dejan vivir. Hay pizzerías, un Laverap, kioscos, no sé, venden camperas. Hay lo que tiene que haber. Miro los libros de mi biblioteca. Los amo, los releo, los pienso, los recuerdo. Advierto con un insospechado espanto, una rara dulzura, que son como un vislumbre de mi camino, un espejo. Que he andado junto a esos libros, con esos libros, en esos libros, tantas y tantas horas de mi vida. Firpo algo de razón tenía, como siempre, como cualquier otro, y sí, es así, todos siempre tenemos algo de razón. Pienso pero no me acuerdo de cuál de ellas estaba por entonces terminalmente enamorado. La piel de ayer, mi piel, aquella de pibe, sigue en mí y ya no es y sí todavía. Me he desperezado de tantas mieles, he atrapado en el aire otros ensueños, vencí mil miedos, padezco otros, y sigo así, mordiendo agridulces, tristemente feliz. Ellos. El mundo está más lleno de ellos que nunca. En el hollín de Buenos Aires todavía ando buscando los sones de la vida, ya sabiendo con desgano ciertas voces, despavorido de ruidos, indagando silencios, sí, silencios, porque lo que busco son palabras, es decir, una palabra, una.

Sigo escribiendo, todavía sigo escribiendo, ¿y me permite decirle algo?
–Buenas noches, buenas noches, don Firpo.