lunes, octubre 12, 2009

Vos, Pizarra, no entendés nada (cuento)

por Capote.
al Coloradito, desde la cuna hincha de ‘Nepeniente’



















La vida es tan así, tan rara, tan linda, tan breve, tan angosta. La soledad no es estar solo, es otra cosa, y el dolor, al dolor hay que entenderlo. Y no es cuento que Capote al fútbol jugaba agachadito, como acechando. Era último hombre. Barría el fondo de lado a lado con una seriedad conmovedora. Está bien, es cierto, no sabía mucho—ahora no vengamos a pedirle delicadezas, tampoco—, digamos que era un hombre áspero que después de cortar por el piso al que se atreviera a llegar, se sacudía la tierra mientras gritaba para sus adentros reproches indescifrables, carajeadas de confusos destinatarios. Era así, uno nunca sabía muy bien de qué se quejaba ni por qué rezongaba. Siendo defensor, último hombre, lo más normal es que de tanto en tanto tuviera que salir al encuentro del nueve o de algún wing que anduviera escapado de los mediocampistas y se le viniera con intenciones de tirársela larga o algo parecido. Pero Capote, cada vez que terminaba la breve y escabrosa faena de revolcarse cortando todo lo que con camiseta contraria apareciera cerca suyo, se levantaba del piso con fastidio, como encubando lúgubres rencores contra alguno de sus compañeros. Así tampoco jamás se le oyó un reproche, jamás, pero daba esa sensación, vaya uno a saber. El hombre era eso, era así, jugaba de esa manera. Quizás, lo mejor sea decir que Capote jugaba de cuajo.

Y también decir que era un hombre bueno. Todo lo inmensamente bueno que uno podía ser en el barrio. Ahora, eso sí, cuando perdía Independiente a nadie se le ocurría hacérselo notar. Esos lunes de aguda pesadumbre, cuando los rojos la tarde anterior habían hocicado, Capote arrastraba una mirada torva, y saludaba—si es que saludaba—con un golpecito de la cabeza. Punto. No se le oía palabra, no silbaba ni el más fulero de los tangos, y en el lomo lo mordía el peso de todos los fracasos.

Grandote, desgarbado, flaco y panzón, el poco pelo desprolijo y colorado desde las raíces—hasta el pelo tengo del diablo, decía—, su mundo era de dos mitades. En una estaban el taller, el bar, la esquina, pero, sobre todo, la Haydé, su otra gran pasión, su otro gran amor. Después Independiente y la lontananza de una geografía baldía, hosca y polvorienta, mal rodeada de un alambrado vencido y con un par de palos desparejos hacia el norte y otros de espaldas al sur. Ahí, y más que nada ahí, en la canchita del barrio, Capote era un animal de movimientos cansinos que de golpe se hacía vértigo tras la presa de turno saliéndole al choque sin rezos ni consideraciones. De frente, de alma, de cuajo. Su invariable destino era o pasar de largo como un toro ciego, o dejar abandonada entre los cardos del costado la belleza de lo que venía siendo una gambeta. Verlo en acción era tan cautivador como siniestro, tanto si calculaba mal y quedaba manoteando de cuerpo entero el vacío, o como cuando atado a una mueca desesperada llegaba para astillar la perfecta simetría de un pase centimétrico. Como fuese, siempre terminaba en el piso y después del revuelque, la ceremonia de la adustez y el fastidio tan anónimo como manifiesto.

Ahora, a sus más de sesenta añitos largos, afirmado a la mesa miró el paredón del fondo como por primera vez en su vida. Un frontón de color indescifrable, descascarado, con lamparones de humedad, cráteres por donde asomaban su tosca silueta unos ladrillos del tiempo de Garibaldi. El club—pensó Capote—qué cosa, ¿no? En una mano el cuchillo, en la otra, el tenedor, y le gustaba el lugar que ese mediodía de sábado la vida le prestaba, a él le gustaba. Costillitas, un vacío que parecía manteca, choricitos, el vinito necesario. Estaba todo. Estaban todos. Todos los que venían quedando. La verdad, Capote tenía setenta y alguito más y entre lo mejor que podía pasarle estaba esto, sentarse a comer un asado con ellos. Habían tirado unos tablones de obra sobre unos caballetes en el patio del club. El club de siempre, obvio, con su patio, la canchita de baby con los aros pelados arriba de esos mamotretos, esos tableros de básquet—Como si alguien alguna vez hubiera jugado al básquet acá ¿no? ¿Vos viste alguna vez a alguien jugar al básquet acá?
–Y, si están los aros, alguna vez habrán jugado, digo, qué sé yo.

El patio de los bailes.

–Eh, sí, bailes sí, mirá qué no iba a haber bailes, estaríamos todos vírgenes, si no.
–No seas ordinario, querés.
–Y si es la verdad ¿o vos no la conociste acá a la Graciela?
–¿Qué acá? Yo la tenía vista del barrio.
–Bueno, pero acá te le arrimaste.
–¿Arrimaste? Me llegaba a arrimar y la vieja me cortaba el cogote. Que brava era la tana, mi suegra, que Dios la tenga en la gloria y no se le ocurra ningún milagro.
–¿Y vos, Capote, dónde la conociste a la Haydé?
–En la fábrica, la textil, la Haydé era maquinista ayudanta, ahí nos conocimos.
La voz le salió grave, pesada, como sin ganas.

Y Pizarra, el viejo Pizarra, ahora un gordito y petiso con una cabeza canosa coronada de una pelada color rosa, en sus tiempos supo ser el más furibundo de los marcadores de punta del barrio. No hacía otra cosa que revolcar wines, y a los que no los revolcaba los revoleaba. A diestra y siniestra. Capote siempre le repetía la chanza—Después se quejan que no hay más wines. ¿Qué querés? Los pocos que había los mataste vos, Pizarra.

Pero ahora el petiso lo había primereado. Al escuchar la respuesta gravosa de Capote, se le fue al humo como contra un wing—No pongas esa cara, Colorado, acá no te hagas el hombre serio ni el nostálgico. A mí no me engañás, debe ser fulero andar revoleado por el fondo de la tabla ¿no? Y decí que lo tienen a ese en el arco, que si no, ustedes, los reyes de copas, ya estarían jugando con Deportivo Riestra.
Capote lo miró un instante, enseguida bajó lentamente la cabeza, cerró fugazmente los ojos y dijo en voz baja, como hablándose a sí mismo—Este no entiende nada, no entendía antes menos va a entender ahora de viejo.

–No, no mascullés como cuando jugabas, hablá claro. Porque después, cuando la murguita colorada esa de Avellaneda gana un partido, te agrandás y empezás a filosofar. Hablá ahora, a ver, hablá ahora. La voz de Pizarra era un maldito puñal clavado en los huesos. Independiente, el glorioso diablo rojo de Avellaneda andaba preocupado por los puntos, peleando la promoción, y se defendía revoleándola a cualquier lado y atacaba tirando centros a la olla, un desastre, y para colmo, perdía y perdía y a veces empataba. Capote lo miró de nuevo, vio esos ojitos achinados, la nariz arrugada de la risa, la boca cargada de burlas, y a falta de una galera, abrió el baúl—el de los recuerdos, ¿qué baúl iba a ser?

–Vos no entendés nada, Pizarra, nada entendés. Esto es un momentito en nuestra historia, un garabato del destino.
–No te hagás el filósofo, ¿garabato?, má qué garabato ni garabato. Ustedes son un garabato, unos muertos son, pierden con cualquiera, se comieron cuatro con River, tres con Racing, Boca los bailó en su cancha. Dejáte de joder, asco dan, Capote, asco.



El dolor es una forma más del sueño. Igual que el sueño, el dolor se compone de más de una sustancia, y cuando se sufre, si uno mira con cuidado, en el cuerpo del sufrimiento encontrará el sustrato de muchas otras cosas. El dolor nunca es focal, siempre tiene tiempo, un pasado, y tiene un futuro. De lo contrario, como todo, el dolor no existiría. Y está hecho de tanto, el dolor, pero de tanto. Hay quienes dicen que hay vida más allá de la pasión, que la existencia tiene razones que de todos modos la justifican. A Capote no le habían enseñado eso, o no lo supo aprender, o quizás no, en una de esas no era así, a lo mejor no hay vida más allá de la pasión y la existencia no se justifica de todos modos, o de cualquier modo. Vaya uno a saber. La cosa es que a Capote el barrilete una madrugada de vientos renegridos se le enredó en los cables, y ahí quedó.

–No, asco no, Pizarra, a mí no me da asco, dolor me da, dolor, Pizarra, dolor. Estamos aquietados, acurrucaditos, en silencio, y ahí, fijáte vos cómo es la cosa, ahí mismo aparece el recuerdo. Ahí, quietito y acurrucado, uno puede ir a las raíces y alegrarse en la realidad de que uno es quien es, carajo, que uno tiene una historia. Porque viste cómo soy yo, me pongo a pensar, ¿viste?, y recordando, Pizarra, recordando, me agarra una alegría, una esperanza.
–Pará un poquito con el chamuyo, Capotito, que ni vos te lo creés.
–No te digo, vos no entendés nada. Pero sí, sí, Piza, sí. A ver ¿cómo te explico? Yo soy de Independiente de Avellaneda, Pizarra. Yo lo vi jugar a Erico, a Arsenio Erico ¿entendés? A De La Mata lo vi jugar. A Sastre, al loco Bernao. Y al gran Ricardo Bochini. Yo tengo el alma pincelada de Bochini. Llevo en los ojos lo que el Bocha hizo en una cancha de fútbol. Estoy amasado en otros manjares, me hice otros festines, acostumbrado al caviar estoy yo, Pizarra. ¿Vos sabés el gol que le hizo el Bocha a los tanos en una final del mundo? ¿Vos podés entender eso? Que después de una pared cortita se fue solito y cuando le salió el arquero, escucháme, escucháme bien, le movió la cinturita tic tic tic y se la empaló de cucharita por arriba de la cabeza. ¿Qué más le puedo pedir a la memoria si yo vi jugar a Chaplin con la camiseta de Independiente?, porque ése era Chaplin, ¿entendés? La vida es tan así, tan rara, tan linda, tan breve, tan angosta. La soledad no es estar solo, Pizarra, es otra cosa. Y el dolor, al dolor hay que entenderlo. A veces es injusta la vida. Decíme, ¿por qué tienen que pasar los años? ¿Por qué hoy yo no me puedo sentar en la doble visera y ver jugar al Bocha? ¿Eh?, ¿por qué? Mirá que me voy a amargar porque ahora andemos mal unos partiditos. A mí me duele otra cosa, vos me ves así triste porque lo que a mí me duele es que no juegue más el Bocha ¿Entendés Pizarra? Ese es mi dolor.
–No me chamuyés, Capote.
–Qué te voy a chamuyar, si yo soy de Independiente, y tengo el alma dolida, pero no por lo que vos pensás, cabeza de bagre. No, qué vas a entender, si a vos lo único que te importa es ganar. Mirá, te lo voy a decir de una sola vez, escucháme bien: en la vida hay dos tipos de personas, los que juegan para ganar y los que juegan para jugar. Y yo soy de éstos, ¿entendés?, de los que juegan a jugar. Yo quiero que Independiente juegue a jugar, si gana, mejor, pero que juegue al fulbo, que salga a la cancha y juegue al fulbo. ¿Entendés Pizarra? No, no entendés. Jugar a jugar, lo otro es mentira, en la vida nadie gana de verdad, la cosa está en jugar. ¿O no te diste cuenta todavía?, ¿tenés como cien años y no te diste cuenta todavía?



Como todo lo que en la vida un hombre puede domesticar, lo suyo, ahora era el recuerdo. La memoria como un tejido finito por el que se filtraban los costados dulces de mil barrios contra barrio. Una roída rodillera ya gris de percudida, deshilachada, derrotada de tiempo, y el sol como un héroe vencido y entregado en brillos y tibiezas contra esa frente donde el sudor se le hacía barro. La camiseta descolorida de Independiente que, decía—¿y por qué no creerle?—se la había regalado el petiso Mura.



Después de la más larga de sus noches, en el pasillo del hospital a Capote lo llamaron por el apellido. Eran las seis de la mañana. Una cara de respeto y sin emociones le tradujo en la síntesis de una frase lo que desde entonces sería su vida. Haydé. Después los abrazos querían ser consuelo, las flores una despedida, y las lágrimas el agua donde lavar tanto horror. Haydé. Dio ese paso y dio otro y llevó esa muerte con sus manos hasta un hueco en la tierra. En esos parcos metros de destino se le quebraron los pocos vidrios que frenaban los puñales del frío. ¿Qué es lo que quiso la suerte? ¿Qué dibujo es este del barrio sin esos trazos delicados donde en cada poniente descansaban sin sombras sus manos de guerrero de potrero? ¿Qué es este presente que cuelga de los dientes de una mariposa asustada? ¿Acaso el mundo no sabía que en cada mediodía después del taller, ella le daba el polen y el asombro y esos ojos siempre nuevos? Las músicas son sonidos secos sin esa voz en ahogos centelleándole el pecho. Y quedó en su mesa el hielo de unas letras sin renglones, tres o cuatro pompas de escozor, y un brutal naufragio en su piel. Quedó arrastrase en orillas abundadas de tiempo y en una cama que fue un destierro, fue una quietud, un eje sin giros, una ardida escarcha.

–Pongan huevos, carajo, que con éstos no podemos perder—, gritaba Capote en su reino de potrero—vamos pá delante que ganamos. Meta, Capote, meta, empuje desde el fondo, mierda, que este partido usted no lo pierde. Y si no, mire la camiseta que tiene puesta: sangre, color sangre es esa camiseta.

Era sábado a la tarde, arreciaba el barrio contra barrio. Ya quedaba poco sol y los de Capote perdían cuatro a tres y cascoteaban y cascoteaban, y nada, y en una de esas se le vinieron de contragolpe. La cortaron rapidito para el nueve de ellos que embalado buscó el vacío, se iba solo, pero Capote era último hombre. Salió al cruce, encrespado, y no llegaba, de ninguna manera llegaba, pero llegó. Medio segundo antes, los de afuera que miraban arrugaron la cara sabiendo lo peor. Lo agarró casi a la altura de la cintura con la suela zurda y por las dudas lo tijereó con la otra, justamente, para que no quedaran dudas. Fue un revoltijo de ropa, piernas, piedritas, brazos, tierra y gritos. Yo te voy a dar contragolpe, masculló Capote.
–Ya está el asado che, vamos a comer.

Capote se entusiasmó con el primer chorizo. Pizarra le sirvió un poco más de vino, lo miró y le dijo –Sí, tomá, tomá un poco de vino así me seguís chamuyando, porque vos, vos sos un caradura, Capote, sos un viejo caradura. ¿Qué carajo venís ahora, después de tantos años a hacerte el lírico, el romántico con que Erico y el Bocha, con eso de jugar al fulbo, de jugar para jugar? Si vos eras un animal, en el potrero eras un animal igual que yo, al que te pasaba cerca lo partías.
–¿Qué decís?, pero ¿qué decís? No te digo, vos no entendés nada, Pizarra, no entendés nada.

miércoles, septiembre 30, 2009

El aviador (cuento)

Hundía en la harina sus manos o alas, era aviador. Sentía cómo primero sus yemas o plumas y en un lento movimiento luego sus uñas, frotaban con mansa firmeza la tersura veteada de la madera. En la vieja mesa, ahí en la superficie que los años alisaron, ahí es el fondo de todo pensaba el aviador. El fondo de todo, el efímero círculo que los días trazan en las aguas, la paradoja del límite, pues la conclusión de la esperanza es una prosecución. El barranco. La caída y la nada. El final es la materia misma de lo que más tarde será pan, la vida no es más que imaginar una memoria.

Respiraba con hondura, buscando, y por el agujero del tragaluz pizpeaba el cielo, el aire, porque para él el cielo era eso, aire, el aire. Y fumaba—no me jodan con el cigarrillo, demasiado aire puro llevo en los pulmones—decía, bromeaba solo, pues estaba solo y ya nadie lo escuchaba—Y no es cuestión de exagerar con la pureza, y por eso fumo, por no exagerar.

De a ratos, subido a la banqueta de mimbre estiraba el cuello y oblicuo veía allá abajo en la calle los restos de lo que alguna vez había sido un auto. Un montón de chapas oxidadas, quemadas, contraídas. Un cadáver urbano abatido contra el empedrado—pensaba—y está bien, muy bien—rumiaba. El tipo que quemó ese auto adrede o no, es alguien que posee la desdicha de la inteligencia—argumentaba—, es alguien que entendió la vida, que supo de qué carajo se trata esto de vivir—y amasaba pan, solo, y nadie iría a contrariarlo.

–-Porque la vida cuando se entiende, o hay que adormecerla en el fraude del amor, ese hechizo berreta, o hay que quemarla, o las dos cosas. Te explico, los autos no vuelan, los autos se arrastran, a lo sumo se deslizan. Son terrestres, opacos, previsibles, inexorables. Eso, así son, inexorables, tanto como los seres humanos, que tampoco vuelan. La civilización es posible por eso. Advierto que despojo el término civilización de todo contenido—digamos—ético, y digo civilización como para decir todo esto que existe. Debo aclarar que hoy no ando interesado en los resultados de los quehaceres humanos—hoy me concierne tan solo la esencia— y la civilización es posible por eso, por la lentitud, porque el hombre no vuela. De otra forma nada podría haber sido. Bueno, mucho que digamos de todas maneras no hubo, pero, si me apuran y debo echar mano de una prueba de la existencia de Dios, digo eso, la prueba irrefutable de que Dios existe es que el hombre no puede volar. Pienso, se me ocurre, que a Dios debe agradarle la existencia humana, por eso creó la lentitud, el hombre es lento, el hombre camina, navega, es terrestre, no vuela. Y cuando llega, carajo, tarda pero cuando llega todo concluye, todo: el misterio, la dicha, la música, el sabor, la vida, todo. Esa demora del desplazamiento humano hizo elaborable y valiosa la cuestión del tiempo, o sea, unos hombres construyendo murallas mientras otros están por llegar. Cuestión de tiempo.

Hacía pan el aviador, escuchando radio en la mesa de la cocina de su casa del último piso para tener con quien pelear, y a los gritos discutía con los opinadores de profesión, sin antipatías personales, así como en un juego que, como debe ser, jugaba con suma seriedad. Es decir, oía la radio y se enojaba en serio, contradecía, refutaba, argüía, memorizaba textos, argumentaba, traía eventos al altercado imaginario, aconteceres de la historia, epopeyas de entrecasa, documentos irrebatibles y confesiones secretas que aseveraba saber de buena tinta—desconocen la historia, viven de la opinión, carajo, viven de la opinión y desconocen la historia–decía, alterado, meneando la cabeza y amasando pan.

Las citas que refería, algo dudosas en su literalidad pero fieles en su significado—descontando lo subjetivo, claro—, eran mayormente de Scalabrini Ortiz, Jauretche, esa gente, incluso John William Cooke, hasta Palacios. Los citaba a ellos porque era un aviador nacionalista. Nacionalista, sí, ¿qué?—desafiaba. No le importaba en absoluto la cercanía esa de la zeta. Era nacionalista, y la zeta es—decía cuando tenía que decir—, la última letra de una de las tres maravillas que nos quedan, el abecedario. No, las otras dos no las nombro, no hace falta, ya se sabe cuáles son.

Menos volar—creía el aviador—todo es acaso esta inmensa espera. Esta incisiva agonía de la luz y los días yéndose cosidos a la tierra siempre lastimados en las mismas palabras. Menos volar, es este silencio de hacer pan y un agujero por donde mirar el aire. Porque todo es conjeturas, cenizas de recuerdos o esa suma de sabidos sustantivos que tratan de sesgar el dolor del epílogo, inalterable epílogo, impasible. Menos volar, es aguardar que pronto Dios abroche el telón y declare la noche.

Amasaba. Transpiraba. Ya no evocaba aquella voz tan perfecta como el aire, la espalda un óleo áureo poblado de mañanas inocentes, el manso orillo de sábanas revueltas y esa risa casi secreta, sin jaulas, aljibe de otoño, ecos mecidos en los senderos propicios del viento.

Eso sí, aun se preguntaba de qué servía ser un aviador nacionalista o qué era eso, pero no le importaba tanto como para abandonar la causa, moriría nacionalista, que no había nacido para traicionar ni mucho menos traicionarse, qué joder.

Aire, la cercanía de tu hondo misterio dándome los materiales fundantes de lo que soy. Aire, destejido prisma de mi identidad, formato mismo donde supe mi destino, aprendizaje paradojal de ser humano en lo inhumano. Aire, matices grises y azulados, el color de mi último deseo. Yo supe que es azul el mar, es verde intenso, acaso gris o violáceo. El mar, conocí su tregua entre rugido y rugido y vi a sus costados las líneas irregulares de piedras, arenas, tierras, otros verdes, casitas. Desde el aire vi una casa blanca de terrazas rojas del otro lado del trazado terminal, y fue una postrera felicidad conjeturar que quienes vivían en esa casa blanca deshabitada a orillas del mar quizás hayan sido vanamente felices.




La noche dejaba de ser noche en esos racimos en llamas que como nervios de cenizas, iban clareando los techos de los hangares del aeródromo de Don Torcuato. Era todo tan obvio, tanto como que en la más pura pureza del aire se revolvieran lenguas rojizas preanunciando definitivos amarillos. Lo supo, es el sol, pensó el aviador, y mejor así, su majestad, el sol. Rió sin saber de dónde le vino esa frase cursi digna de un animador de televisión, y remató el asunto empeorándola al concebir que como toda majestad, el sol es egocéntrico, un astro empeñado en el ejercicio de la indiferencia. Mejor así. Si algo espero de este día, es eso, indiferencia.



Un racimo tu boca, otro sur.
En la cornisa de tus ojos,
mis letras.
Miniatura el futuro,
una falacia la muerte.



--Hola, amigazo, eeeh, tanto tiempo, ¿qué anda haciendo por acá y tan temprano?
--No, nada, vine a pegarle una enjuagada a Pajarito, ando con ganas de venderlo.

Don Ignacio iba con sus mil llaves abriendo los galpones, despertando avioncitos, como le gustaba decir. --Falta que los tape de noche, nada más, o que les acerque tostadas con miel al amanecer. Uno se encariña, vio. Vaya, allá anda Pajarito, extrañándolo. Limpieló, ahí adentro del galpón tiene las mangueras, todo.


Profusas en el piso las primeras manchas de luz como hojas amarillas, pétalos de sol. El aviador supo entonces recordar una muñeca que reía o lloraba por las calles de la ciudad, supo su voz diciendo volemos, volemos, contradigamos a Dios. No entendió qué ecos venían a menoscabar qué leyendas, y sonrió sabiendo que la memoria es imaginación. Se acercó a su vieja avioneta, a Pajarito, le echó unos pocos litros de nafta, entró a la cabina, destapó el pote que llevaba en el bolso, puso sus manos en la harina, y ya engrudadas, encendió el motor. Salió despacio del hangar, carreteó conocidamente la pista y ante la atónita mirada de don Ignacio, alzó la palanca central y subió, subió, voló.

Desparejos cuadrados, triángulos irregulares, lamparones ocres, pardas acuarelas, desteñidos descampados, intentos de nada, chapas gastadas, árboles raídos, todo vetusto como en una foto del pasado. ¿Qué es buscarte sin siquiera el deseo de encontrarte? Y allá no tan lejos, el río y el enredado laberinto de las islas y más cerca los techos alquitranados de los colectivos. Parpadear en la orla de lo fastuoso, sumirse en la diáfana exquisitez del único sacramento certero, librarse de arteras seguridades, sentir nuevamente el placer de la sospecha, volar. Cucarachas parecían desde el aire, cucarachas multicolores parecían en la Panamericana los autos yendo y viniendo vaya uno a saber por qué. Las personas parecían nada, parecían eso, personas.

Harina, agua entibiada, sal y el aire celeste incorpóreo, inmaculado e informe, y un silencio como deshaciéndose contra la piel y en el tablero la aguja del oil clavada en el infierno del cero, clavada en el barranco veteado de los días, atornillada en la zeta. Hundía en la harina sus manos o alas, miraba la tersura veteada de todo, allá, allá abajo es el fondo de todo, la paradoja del límite, pues la conclusión de la esperanza es una prosecución. El final es la materia misma de lo que más tarde será pan. Los dedos llenos de engrudo, la vida en el aire, lo otro es tierra, es suelo.

Un leve toque a la palanca y una elipsis que empieza a trastocar el paralelo en perpendicular. El día se portó bien, con su sol, sus cuatro o cinco nubes, es decir, fue perfecto, perfectamente indiferente. El cielo fue aire, el suelo será siempre suelo, y la vida ya nunca más la imaginación de la memoria.

Hoy Antaño (poesía)

antaño la pesadumbre,
brisas del río,
las fábulas que fumábamos,
la minoridad de los rencores.

hoy, los días desgajan
en la calidez del silencio,
en la rutina de ya
no esperar.

jueves, septiembre 17, 2009

Gente que he conocido

El Capitán




Llegué una mañana a la vieja casona del Programa Andrés en Villa Adelina, la casa fundacional, la de la calle Las Calandrias y la avenida Ader, y ahí estaba el Capitán, durmiendo acurrucado en el piso entre dos cuchetas y sobre una frazada. Había llegado a la madrugada y los pibes que vivían en la casa le dieron asilo. Yo estaba acostumbrado a cuestiones de ese tipo, era uno de los tres directores y estaba entrenado para resolver imprevistos aun mucho más complejos. Lo desperté zamarreándolo suavemente para preguntarle quién era y qué le pasaba—buenos días—me dijo—soy fulano de tal, Capitán del Ejército Argentino. Lo dijo con voz grave y seca, y la verdad, yo esperaba cualquier chamuyo menos ese. Le contesté—bueno, Capitán, levantáte y vamos a desayunar, después hablamos. Tendría unos treinta años, era retacón, llevaba el pelo bien corto y bigotes gruesos, es decir, daba el target, pero no le creí. No sé, intuición, pero no le creí. Ya con el café con leche y entre las miradas escépticas y burlonas de los demás pibes que estaban en la casa tratando de rehabilitarse de su adicción a las drogas,—serían en total unos veinte, además de Kike y yo que éramos los coordinadores—largó el primer cuento: que era paracaidista y en un salto conjunto fallido, su compañero y mejor amigo había muerto estrellado. Subrayó detalles, y la consecuencia fatal del final la narró con emoción y dolor. Lo escuchamos mientras untábamos la manteca y revolvíamos las tazas, sin emoción, con curiosidad; de entrada nomás, ninguno de nosotros le creyó. Fue su primer delirio. Y no lo digo en sentido técnico, empleo el término según el uso callejero. El Capitán nos estaba delirando, chamuyando, bah. Cuando supo que no podía quedarse, que había una suma de requisitos a cumplir, como ser entrevistas previas, deseo genuino de cortarla con la falopa, aprobación del grupo y otras, es decir, que no era llegar a la madrugada y echarse a dormir y listo, escenificó una crisis: se tiró al piso, pataleó, gritó, nos amenazó con volver con el cuerpo de paracaidistas, nos trató de desalmados y finalizó puteando que si no lo aceptábamos inmediatamente se suicidaría allí mismo. Le contestamos que lo esperábamos tal día a tal hora para empezar el proceso de admisión, que queríamos ayudarlo a zafar de las drogas pero que ahí y entonces no podría quedarse. Insistió con lo del suicidio y con lo de nuestra crueldad, hasta que le sugerimos que se suicidara pero de la vereda para allá, adentro de la casa, no. Bajo su mirada desafiante lo enfilamos para la puerta y ya en la vereda, salió enojadísimo y a paso decidido rumbo a la esquina de la avenida Ader. Cerramos. Continuamos con nuestra tarea del día. A los diez minutos el tipo de la Gomería de la vuelta tocó timbre para decirnos—che, ahí en la avenida hay tirado sobre el asfalto uno que seguro es de ustedes. Al asomarnos lo vimos. El Capitán se había acostado en el cemento de Ader con los brazos y las piernas bien estirados, tanto, que parecía una enorme equis interrumpiendo el denso tráfico. Los colectivos y los autos le pasaban al lado despacito hasta que los de una camioneta se conmovieron y pararon, trataron de reanimarlo y finalmente desistieron cargándolo atrás en la caja y se lo llevaron. Corrí para tirarle el bolso que había dejado en el porche de nuestra casa mientras la camioneta arrancaba, por un tiempo no supimos nada de él. Algunas semanas después, tras una atención primaria en la guardia de un hospital de la zona y una temporadita en el Borda, apareció de vuelta, esta vez cumplió con los requisitos e ingresó en el proceso de recuperación. Siguió sosteniendo, pese a todo, ya medio en serio medio en broma, su paracaidismo y su capitanía, tanto, que como Capitán y a cuenta del Ejército, en una florería del barrio compró una inmensa ofrenda floral de regalo a un compañero que se casaba. Días después del casorio debí explicarle el significado del término mitómano al desasosegado florista que pretendía cobrar la factura. El pobre hombre saltaba de la bronca al escucharme que no teníamos ni cerca el dinero para pagarle tremenda ofrenda, sólo pudimos devolverle la canasta de mimbre y un montón de flores marchitas. Otra vez leímos, entre azorados y divertidos, la nota de tapa que le hizo el diario Clarín al Capitán Paracaidista que estaba recuperándose de su adicción producto de un estrés postraumático derivado de la muerte de su amigo y compañero. El Capi, con foto y todo, contaba la consabida fatalidad y vertía elogios a Kike y a mí por nuestra abnegada labor en el Programa Andrés. Leímos la nota en el desayuno con el Capitán mirándonos fijo, y no sabíamos si reír o llorar. Optamos por reír. Pero, entre las muchas—muchas de verdad—anécdotas del Capitán, una, creo, se destaca por sobre todas. Un fin de año, hacia la primera parte de la década del ochenta, nos fuimos todos a Villa Gessell de campamento, seríamos unos cincuenta pibes de las varias casas del Programa Andrés de entonces. Paramos en un camping del boulevard del fondo y la 112 bis, y al llegar, advertimos que no contábamos con una olla lo suficientemente grande como para cocinar para tantos. Entonces el Capi dijo—enseguida vengo. Se fue acompañado con otro pibe hasta la comisaría de Gessell, se presentó como Capitán del Ejército y solicitó imperativamente el uso del teléfono. Los dos policías que atendían le dieron rápidamente el aparato. El diálogo fue el siguiente: Hola, mi Coronel. Acá el Capitán Fulano. Le estoy hablando de la comisaría de Villa Gessell, sí, sí, mi Coronel. Hemos llegado con toda la delegación sin novedad. Pero tenemos un inconveniente, sí, sí, mi Coronel, precisamos una olla de campaña, sí, sí, ah, ¿usted dice acá en la comisaría?, cómo no, mi Coronel, bien, procedo entonces, mi Coronel. Ordene Señor, perfecto, y cortó el teléfono ante la atenta mirada de los dos policías que jamás imaginaron que del otro lado de la línea no había nadie escuchando, mucho menos un Coronel. A paso siguiente y con la misma postura, les explicó a los policías que estaba al mando de un grupo de paracaidistas que venían a realizar una serie de saltos de exhibición sobre la costa el fin de semana próximo, y precisaba una olla grande de campaña para hacer la comida de la delegación. Un par de horas después, llegó al camping un patrullero preguntando por el Capitán: venían con el baúl semi abierto pues la inmensa olla que cargaban no permitía cerrarlo del todo. No sé qué será hoy de la vida del Capitán, paso mucho tiempo, unos veinticinco años, me fui del Programa Andrés en el año 1986, y lo único que puedo decir es que todo esto que he narrado realmente sucedió.

martes, septiembre 08, 2009

Gente que he conocido

El Tata Muñoz








Tenía la mirada ladeada, el cigarro mordido en los labios y la mueca sobradora, esa inocultable impronta de gente del interior aquerenciada en alguno de los barrios de Buenos Aires, y acaso su mayor virtud, era ser un eximio jugador de billar y un gran conversador de truco. Cuando lo conocí, en un mugroso bar de los fondos del Martínez de entonces, el Tata vivía con su madre ya anciana en un conventillo de los de antes, esos de extendida longitud, los de piezas en hilera con puertas al gran patio y baño compartido. Acusaba algo más de sesenta, era pintor de paredes y había sido colectivero, pero el exceso de coñac barato le había jugado en contra. Tuve que largar, se me cruzaban los árboles, nene, la calle se me angostaba, me bajé del bondi antes de hacer un desastre, me dijo una madrugada larga desde sus ojos vidriosos. Alto, morochón, de tez aceitunada, aficionado a silbar tangos, llevaba puesto en lo alto de la cresta un jopo renegrido y entrecano aquietado con Glostora y cuidado con esmero. Siempre vestía camisa celeste y pantalón azul sostenido en un cinturón de cuero ancho, calzaba mocasines o de vez en cuando alpargatas con cordones. Los jueves y algunos sábados, el Tata se empilchaba e iba a picaflorear a Nino, una confitería bien grasa de Libertador, a la altura de Olivos. De ahí, entre cumbias y boleros, sujeto a las fortunas del levante, arrancaba hasta cualquier hotelucho con alguna morocha—pardas, las llamaba él, resignado. Pero lo suyo no era el amor, era el boliche, las barajas, y el billar. Se jugaba al Monte lo que no tenía, la del morfi del otro día y, como el que juega por obligación pierde por necesidad, se quedaba sin un cobre y cruzado de brazos con los ojos fijos en las pilitas de barajas que ya le habían fatalmente determinado su suerte. Eso sí, al billar no perdía. Siempre hacía la misma, cuando enganchaba algún gil que no lo conocía, lo desafiaba por plata y se dejaba ganar ahí, por poquito, el primer partido, doblando o hasta triplicando la apuesta para la revancha. Entonces ganaba apenas por un par de carambolas y otra vez subía la apuesta para la tercera partida haciéndose así de unos buenos mangos. Me acuerdo de una noche que peló al billar a un guitarrista medio conocido, uno que tocaba en un conjunto de ponchos colorados. Le sacó unos cuántos billetes con la misma triquiñuela de siempre. Esa vez, cuando volvió al estaño me guiñó el ojo y afirmó severamente, tengo el garbanzo de toda la semana, nene. Sonriendo, advertí, guardala, Tata, no te la escolasiés. Me relojeó de costado con desprecio y pidió otro coñac. Al rato andaba entreverado en la mesa del Monte, perdió la de él y la que le había ganado al folclorista. Volviendo al mostrador a que le fiaran el último coñac, casi sin mirarme y sin pasión, se justificó: qué querés, la carne es débil, nene.

domingo, agosto 30, 2009

Sueñitos: una utopía

Sueñitos comporta una suma intensa de alegrías que—en mi parecer—, exceden su razón de ser como jardín maternal inserto en un barrio de extrema pobreza. Me refiero, por ejemplo—y por cierto, con mucha alegría—a Sueñitos como otro signo que permite la constatación de que las utopías no son, ni mucho menos, aquello irrealizable ni el sitio abstracto e idealizado al cual nos es vedado acceder. Erran quienes piensan de tal modo, pues utopía es ciertamente lo que aun no hemos realizado. Ocurre que se nos ha dicho, en nombre y a favor de las aritméticas adueñadas del mundo, que las eutopías no existen, que sólo son ilusiones, el lugar quimérico al que jamás llegaremos, algo infantil e idílico que contrasta con las lógicas impasibles que rigen la realidad. Jamás creí en ello, he sido toda la vida un utópico, incluso reniego de esa sentencia tan recurrente que reduce toda utopía a una mera zanahoria puesta allá adelante: eso de que la utopía sólo sirve para caminar, o sea, caminar a sabiendas que los sueños se componen de materiales ilusorios, que nunca llegaremos a ninguna realización, cambio, modificación, lugar. Definiciones de ese tipo están al servicio de nuestra domesticación, nuestra inoperancia, quietud, y contribuyen a legitimar la claudicación ante toda alternativa de trastocar este mundo injusto en un escenario más emparentado con la bondad y la solidaridad, con la promoción genuina e integral de lo humano. Prefiero, aunque suene cursi, creer que si podemos soñarlo, podemos hacerlo. La ecuación no es tan ardua ni compleja, tiene que ver con nuestro deseo, nuestras reales perspectivas, nuestros valores y nuestros propósitos. Dicho de otro modo, tiene que ver con el rumbo y el sentido que queramos imprimirle a nuestra existencia. “Nuestra generación no se habrá lamentado tanto de los crímenes de los perversos, como del estremecedor silencio de los bondadosos”, lo dijo Martin Luther King, estoy absolutamente de acuerdo, pues la respuesta personal al interrogante acerca de qué es en realidad la vida está dada en el modo en que vivimos. Nunca en el mundo hubo tanta necesidad, tanta injusticia y desigualdad. Más de mil millones de personas en el mundo, uno de cada seis habitantes, están desnutridos y no tiene qué comer. Hay tanto, entonces, por hacer, tanto por soñar, porque no sólo aún es posible sino que es preciso soñar. Hace unos meses visitó Sueñitos una profesional de la educación con un cargo en el Gobierno de la Ciudad, estuvo toda una tarde, al día siguiente nos envió por e-mail un informe, en una estrofa del mismo decía: ahí se respira la utopía. Quienes hacemos Sueñitos sencillamente vimos una necesidad, soñamos una alternativa, edificamos un proyecto, el resultado es Sueñitos como jardín maternal. Esto es, lo estamos edificando día a día, cada uno, muchos, en roles distintos, juntos, en cada bienvenida, abrazo, palabra, beso, pañal cambiado, caricia, plato de comida servido, juego, en el cálido hasta mañana de todos los días. Bueno, claro, es que se trata de una utopía, o sea, de una fascinante realidad realizada que debe seguir siendo realizada cada día.

sábado, agosto 22, 2009

El Gol, o el funcionamiento del mundo (relato)

El río nuestro, -el mismo por el cual y según Borges vinieron a los tumbos los barquitos pintados a fundarnos la patria-, estaba esa tarde sereno y alerta como un perro viejo celando su único hueso. Parecía, el río, un tazón gigante rebasado de Vascolet con su agüita llegando cansada y espumosa a sacudir los juncos que habitan la orilla. Ese beso fugaz de las aguas siempre dejaba, como en el tango, como en la vida, trazos bucólicos y silvestres en ese rincón del barrio. Porque el río para nosotros era eso, un rincón más del barrio. Por allá, donde el murallón en su parte más rotosa se intrusa como una espada indolora en el vientre pizpireto de las olitas mansas, cinco o seis pescadores fuman y toman mate velando la mezquina, ambigua suerte de sus anzuelos. De pronto uno pega el salto, trota rápido unos pasos y con un suave golpe hacia atrás de la caña se abandona a la presurosa rutina de ovillar la tanza. Los aledaños parecieran suspenderse en la crucial nimiedad de ese puño girando frenético la manivela del reel, y al fin y sin más, asoma sus vergüenzas una ristra tristona de anzuelos descarnados. La famélica aparición suelta en sus compañeros risas arteras y uno que otro comentario jocoso. Son voces que remontan un vuelo bajo y lentas se deshacen entre las ramas de los viejos árboles que, aun señoriales, cobijan el terraplén y las vías. El hombre en cuestión desestima las afectuosas afrentas con una hosca sonrisa, y encorvando su silencio sobre el piso de cemento salpicado de sangre seca de bagres y escamas endurecidas, vuelve a encarnar, controla los nudos, atisba los vientos, y destrabando el reel se irgue en la insistida ceremonia de arrojar sus ingenuas trampas al agua. Hendiendo el aire, el recorrido del nylon concluye en el redondo estallido de la plomada contra el lomo del río, y al hundirse, renueva la ilusión dejando—como es debido--la existencia en el lugar de los anhelos. Entonces miro hacia arriba y bien en lo alto del espigón, la descascarada pared de la casamata que en un tiempo supo ser un mirador refugio de la Prefectura. Ahí, junto a una estrella roja y asimétrica un día habíamos escrito con sintético al pincel, la C, la H y la E, junto a la frase: nosotros no le creemos a la muerte; y un poco más acá: Marijuana, qué sería todo esto sin ti. Bueno, la de Marijuana es una historia tan bella como cualquier otra y que ya conté demasiadas veces. Pegále al arco, pibe, gritan de tanto en tanto los pescadores que entretienen su espera mirando de reojo el picado que jugamos ahí abajo en la arena.No le creíamos a la muerte y no teníamos dudas, el río era un mar oscuro y dulce que mezclaba sueños sin mentiras con las cándidas pasiones del deseo. Discutíamos a los gritos, sangrábamos conceptos, éramos severamente irresponsables. Hoy, después de tanto, aun me atrevo a mirarme y veo entre mis dedos el herrumbre de las viejas trincheras que sigo habitando, oigo mi risa anacrónica negándose a la agonía, supe la traición, y arrastro un aullido callado y perpetuo en la garganta. Mejor dicho, amurado a los años empecé a sospechar de lo imposible, --todo tan ramplón, tan numerario, coyuntural-, pero aun me parezco, no soy lo otro, no soy aquello, ese temido reverso, la nada, esa detestada incondición de vivir. Escribir. Narrar. Vivir para contar. Acaso ese destino sea el que contenga el sentido. Quizás el sentido resida en la memoria, contar lo que alguna vez no sucedió, añorar aquello que pudo haber sido, aprender que ganar o perder son las dos caras de una misma falacia, que los discursos son siempre una deformación de la palabra, que cuando caía del cielo era bajarla con el pecho y amagar de zurda y con el arco a tres metros, enganchar una vez más y tocar para atrás con tal de que el juego siguiera. Dejáte de joder, pibe, pegále al arco. La extrañeza del gol. El gol, esa anomalía, esa vulgar y absurda finalidad, esa incongruencia que detiene el juego, lo interrumpe, lo obstruye. La peor obra de arte es la que se termina. Sólo queda colgarla de un clavo en la pared o imprimirla, exponerla, observarla, abandonarla, todo, menos vivirla. A una obra de arte terminada ya no se la puede vivir. La vida es mientras se hace, el fútbol mientras se juega. “Haciendo”, eso significa poiesis: haciendo, porque poeta es el que vive así, haciendo. Una poesía nunca está terminada y no obstante, hay quienes juegan al fútbol pensando que el arco es la estación final del juego, y así viven, ignorando que lo peor de la fantasía es su realización, su culminación; un bagre o una boga enganchada del anzuelo no cambia la vida de nadie, a lo sumo, tan sólo acerca un sentido discutible. Pescar es la espera, es mirar desde el anhelo, soñar, jugar, creer. Pibe, pegále al arco, terminá la jugada. Terminar de jugar, no, ¿no leíste?: nosotros no le creemos a la muerte. Calle Pacheco al fondo, la bajada, las vías, el bar de Fran, la casilla de la cruz roja, el río, dejar la ropa en un montón, bajar a los saltos la escalera derruida, y jugar. Jamás el fútbol fue una mejor maravilla que ahí sobre esa arena dura y oscura, ese paraíso plano, profano y perfecto, esa playa, la del río de Martínez. Un límite era allá lejos la realidad de todo lo que el hombre había edificado, el otro, la línea del agua. Nueve o diez de cada lado, jugar, llevarla en el empeine, sentir esa caricia, trotar, arrancar de golpe, pero todo no es más que un amague y frenar en un centímetro. Hacé los goles la p… Tocar y reír, jugar, tocar y saltar esquivando el viandazo, seguir jugando y otra vez arrancar y frenarse y el mundo que pasa de largo porque lo que se impone es patear al arco en vez de frenarse y saborear ese instante. Sí, está bien, el gol es parte del juego, pero es eso, una parte. Al gol lo han absolutizado los que hicieron del juego una pobre e insidiosa mediación hacia la victoria, esos que todo lo mercantilizan, y así estamos. Entonces la vida y uno engancha y quiere explicar, esa desesperación, la desesperación de querer explicarse uno mismo mientras alegan que todo consiste en refugiarse entre números y ladrillos. Construir un refugio, patear al arco, ganan los que hacen goles. Pero yo no quería refugios. Tenía el río y esa playa y no le creíamos a la muerte y volábamos como pájaros curiosos en el atardecer de nuestra adolescencia. Hoy, después de tanto, fui juntando preguntas: ¿el río nuestro estará todavía habitado de sirenas y endriagos y de piedras imanes que enloquecen la brújula? ¿Alguien en las arenas de ese dejado y oscuro paraíso hará ahora otro vano enganche para seguir jugando en vez de pegarle al arco? Ya sé, este es un mundo de goles y de conclusiones, y aquella tarde entre risas y después del enésimo enganche, ni siquiera lo vi venir. No alcancé ni a saltar. Me agarró a la altura de la rodilla, caí cerca del agua, me costó levantarme. Después vino ese rato donde vos rengueás y los que te quieren te explican el funcionamiento del mundo. Mientras con ayuda iba subiendo la escalera del murallón, alcé la vista y volví a leer las tres letras y todo lo que habíamos escrito. Está bien, cada cual cree lo que quiere o lo que puede, y el que no quiera enganchar que siga y le pegue al arco. El tiempo debe haber borrado aquellas frases, eso también lo sé. Pasaron más de treinta años. Pero me hago cargo y no tengo ningún problema en decirlo: cualquier día de estos, amago a pegarle al arco y engancho y voy y escribo todo aquello de nuevo.